En lo que va de esta década, desastres naturales y pandemias, han sido escenarios que han afectado a la población guatemalteca, dejando miles de víctimas y muertes sin que se haya planificado con anticipación procesos de prevención y ataque y manteniendo en vilo el problema social y político en ello.
Todas las situaciones desastrosas que hemos atravesado en lo que va de este siglo, pueden ser calificadas de confusas, impredecibles, excepcionales, que se desarrollaron a partir de un momento inesperado e inconmensurable de debilidad y corrupción política. Eventos disruptivos los propios de la naturaleza como los propiciados por enfermedades, son catástrofes, cuyas alertas en muchos casos y combate a tiempo, pudieron ser prever daños y costo. La importancia real, social, económica, ambiental de esos acontecimientos y sus impactos, son situaciones dramáticas, que ponen a prueba la capacidad de las autoridades políticas centrales y locales, para restablecer la protección de las poblaciones de las que son responsables, por la sencilla razón de que existe un mandato constitucional y legal de estrecho vínculo entre la concesión de legitimidad y la defensa contra desastres, que recae sobre el poder político, si nos atenemos a las definiciones externadas en dichos principios. En tales circunstancias, corresponde por lo tanto actuar al «poder del poder».
Es inconcebible que en nuestro medio a estas alturas por ejemplo, no exista una reconstrucción fidedigna, real, cronológica de la pandemia COVID-19 y de las acciones llevadas a cabo por los principales protagonistas (autoridades políticas por supuesto, pero también los industriales interesados, servicios de emergencia, expertos, administraciones, servicios médicos públicos y privados) de costos reales y estimaciones inmediatas y posteriores ni siquiera una metodología para la realización de tal información, a fin de prevenir y reparar acciones e intervenciones futuras. De igual forma se carece de información si hablamos de derrumbes, incendios, terremotos, desastres químicos, ambientales o de enfermedades que adquieren magnitud de endemias y pandemias. Todos ellos, eventos que producen la formación de situaciones sociales, políticas y ambientales, que conducen a importantes movimientos de población y necesidad de recursos para atender la crisis y en muchos casos prever su magnitud.
Es posible sospechar con mucha veracidad, que los desastres naturales durante el presente gobierno, han dejado millonarias pérdidas (muchas de ellas pudieron disminuirse), miles de personas afectadas (muchas de ellas pudieron prevenirse), así como cuantiosos daños en viviendas, edificios y carreteras a nivel nacional o en determinados municipios; no digamos que vivimos en total ignorancia en cuanto a contaminaciones químicas y daño a las fuentes de agua. Todo ese mundo de desastres, estamos seguros que provoca gran número de «muertes y daños ocultos» por falta de información, pero también por ocultamiento de las autoridades.
Por lo que se sabe de la historia y análisis de los desastres nacionales naturales y por enfermedades ocurridos en nuestro medio, ha existido una falta de debida atención a esos eventos y a pesar de la importancia y del papel determinante que se le da legalmente a las autoridades y agentes privados para controlarlos y manejarlos, no es extraño que muchas veces se convierta ese actuar en grave problema. Hay en tal forma de operar, una negligencia constante y una falta de atención para explicar los acontecimientos y cuando esto se realiza, se suele hacer de forma inadecuada e imprecisa la mayoría.
La incertidumbre de las amenazas que debemos neutralizar política técnica y científicamente, la búsqueda de premisas causales y determinantes de estas respectivas crisis y desastres no es siempre ni del todo prevenida conocida por pueblo y autoridades, mucho menos monitoreada y suele ser mal informada. Y esta incertidumbre no resulta sólo de una falta objetiva de conocimiento para definir la realidad de la amenaza y por tanto las medidas capaces de resolverla; según varios autores, es más bien la incapacidad de movilizar constructivamente las capacidades cognitivas de cada persona lo que debe considerarse como la causa del desarrollo de la incertidumbre y en muchas ocasiones de volver las amenazas y desastres, una catástrofe nacional o local y aumentar su magnitud.
Para empezar aunque no lo sea de forma constitucional ni planificada (la misión de la Conred es organizar y coordinar los procesos de desastres potenciales nacionales) pero de hecho y en la realidad, desde el principio, «la construcción social de la realidad de un evento desastroso y su eventualidad se encuentra dispersa entre múltiples individuos o grupos restringidos dentro de instituciones, algunos tienden naturalmente a reconducir su comprensión a casos conocidos, o incluso a catástrofes recientes, otros prefieren actuar inmediatamente posponiendo la cuestión de identificar con precisión los problemas para más tarde… etc. Lo que resulta de toda esa desorganización es que eso fortalece un papel de hegemonía y protagonista, sacrificando complementariedad y sumatoria de intervenciones eficientes.
Contrariamente a toda una tradición de la sociología de amenazas, desastres y catástrofes, que piensa en su origen y atención basado en el modelo de la guerra, esos eventos son crisis «sin enemigo», que «realmente se abren tras un accidente natural o industrial y cuando esto sucede, producen dentro de un ámbito político-ambiental y social inestable y corrupto, técnica y administrativamente muchas fallas. Ese encuentro sumatorio de fuerzas produce un trastorno total y un impacto potencialmente mayor, que introduce una gran complejidad que, muy rápidamente se convierte en la principal fuente de incertidumbre y de aumento de daños.
Resulta entonces evidente, que no es solo un agente externo (sequías, lluvias, terremotos, virus, bacterias) el causante de amenazas y desastres, debemos -y en esto vale como ejemplo, la pandemia COVID-19- añadir a nuestra explicación causal y causante de todo el fenómeno de desastres, el surgimiento de una “convulsión político-administrativa” dentro de nuestro sistema de atención, que de repente produjo complejidad e incertidumbre. Desde el inicio de la pandemia COVID-19, la ineptitud, la ignorancia, la corrupción, el clientelismo ya existía en los sistemas de salud. De igual manera, podemos decir que, en la actualidad, el desabastecimiento de los hospitales no es producto de bloqueos y manifestaciones. En todo caso, esa debacle técnico-administrativa de los sistemas de salud y de bienestar social, rompe la capacidad de defensa individual y comunitaria, sacudiendo su coherencia interna para afrontar no solo desastres sino necesidades, recordando, por el contrario, que la complejidad, las incertidumbres, la superposición de acciones intervenciones mal planificadas, hechas y organizadas en cuanto a recursos, tecnología, territorios y competencias, ya son en gran medida el panorama político-administrativo guatemalteco de rutina y esto, de una manera puede aumentar todo el impacto de un desastre.
Entonces un desastre debe analizarse no sólo desde causales directos y propios de su aparecimiento y evolución, sino que se debe analizar como un producto paradójico de su producción natural con el juego administrativo que usan las instituciones, con ocasión de ese evento y sus desencadenantes.
Así, ante un desastre, los conflictos entre actores afectados y combatientes no surgen ex nihilo de tal o cual accidente o amenaza, sino que en gran medida preexisten en la frontera de territorios o habilidades de manera rutinaria y secreta de la relación estado-pueblo y dentro de un lugar; pero en una situación normal, las múltiples adaptaciones continuas que resuelven estos conflictos son casi invisibles. La situación de desastre, por otra parte, es un momento privilegiado para leer el surgimiento del impacto del poder político y otros poderes, tanto para resolver como para beneficiarse (el caso de las vacunas es un ejemplo de esto último, partiendo de una situación confusa, mal manejada y con intenciones de enriquecimiento). Por consiguiente, la crisis de un desastre, no se constituye ni construye, y no debe interpretarse, como una ruptura con la normalidad, sino que en dicho análisis, debe ir también una reflexión que involucre las fuerzas de poder y como estas trabajan y ponen a trabajar ante situaciones cambiantes y usan sus poderes tanto en la percepción de problemas como en soluciones.
En otras palabras, hace falta que las decisiones aquí de evacuar a una parte de la población, allí de suspender el suministro de agua potable, o en otros lugares de lanzar memes de Solidaridad y equipos de trabajo entrenados, no debe hacerse arrastrados únicamente por la «fuerza de las cosas del momento», sino actuando también sobre las «amenazas naturales e institucionales».
Al final, todo el panorama de los desastres es un proceso relativamente largo, en el que no se debe ver a tal o cual actor ejerciendo su total poder mediante una decisión soberana o pasional, sino debe ser producto de una lógica no de imposición de decisiones que de repente convierte a alguien en el “amo” como sucedió en la pandemia con el presidente. Entonces es fácil criticar tal o cual decisión por su carácter arbitrario y acientífico.
En el caso del COVID-19 aquí y allá se cometieron errores, se corrieron riesgos, pero el coste actual de esas malas decisiones tomadas, pesa no solo sobre los resultados en la población (morbi/mortalidad, pobreza, etc.), sino sobre la necesidad de asumir la responsabilidad en caso de emergencia y esto habla de la necesidad urgente de un “rearme” de la política de poder actual, que en el caso de la pandemia mencionada, sin abordar realmente la crisis según el asesoramiento de sus especialistas en gestión (infectólogos y salubristas en el caso de la pandemia mencionada), reguló la problemática pandémica circunscribiendo su accionar, a contornos políticos y comerciales (sobrevaloración de costos de insumos).
Lo cierto es que este rearme del poder, debe adoptar formas diferentes según los contextos y los actores: va desde la necesidad de rompimiento y la reafirmación del poder soberano “clásico” por parte del sistema actual de gobernarnos y gobernar los desastres, hasta la forma más moderna de ejercicio del poder que pueda inventarse no tanto para controlar completamente la situación, sino aparecer como el unificador de energías que ya estaban comprometidas en acciones más o menos autónomas. En este último caso, el poder político cambia de naturaleza, contentándose con acompañar el paso de un «desorden no organizado» a un «desorden organizado», que en adelante sería considerado como «el estado normal» de la sociedad, pero no puede decidir sobre la cuestión que implica esta innovación.