Por GRANT PECK
BANGKOK, Tailandia
Agencia AP
Cuando el ejército de Myanmar tomó el poder tras derrocar al gobierno electo de Aung San Suu Kyi, no podía hacer siquiera que los trenes llegasen a tiempo: los trabajadores del ferrocarril estatal fueron de los primeros en organizarse contra el golpe de Estado de febrero y se declararon en huelga.
Los trabajadores de Salud que fundaron el movimiento de desobediencia civil contra el gobierno militar dejó de acudir a los centros de Salud gubernamentales. Muchos funcionarios civiles no se presentaron a trabajar, como otros empleados del gobierno y de la banca privada. Las universidades se convirtieron en focos de resistencia y, en las últimas semanas, la educación primaria y secundaria ha comenzado a colapsar por el boicot de maestros, alumnos y padres a las escuelas estatales.
Cien días después de tomar el mando, los generales que gobiernan el país mantienen solo la apariencia de tener el control. La ilusión se sustenta principalmente en sus esfuerzos, parcialmente exitosos, para cerrar los medios de comunicación independientes y mantener las calles libres de protestas masivas gracias al uso de la fuerza letal. Más de 750 manifestantes y peatones murieron a manos de las fuerzas de seguridad, según detallados conteos independientes.
«A la Junta podría gustarle que la gente piense que las cosas están volviendo a la normalidad porque no están matando a tantos como antes y no hay tanta gente en las calles como antes, pero (…) la sensación que tenemos al hablar con la gente en el terreno es que definitivamente la resistencia no ha cedido aún», dijo Thin Lei Win, una periodista asentada en Roma que ayudó a fundar la web noticiosa Myanmar Now en 2015.
El principal cambio es que la disidencia ya no es visible como en los primeros días de las protestas, antes de que las fuerzas de seguridad comenzaran a usar munición real, cuando las marchas y las manifestaciones en las grandes ciudades y en los pueblos podían movilizar fácilmente a decenas de miles de personas, agregó.
Al mismo tiempo «debido a la pacificación muy violenta de esas protestas, mucha gente está dispuesta a volverse más violenta», señaló David Mathieson, un analista independiente que lleva más de 20 años trabajando en asuntos relacionados con el país.
«Ya estamos viendo señales de eso. Y con la formación adecuada, con el liderazgo adecuado y con los recursos adecuados, lo que Myanmar podría experimentar es un conflicto armado interno increíblemente destructivo en múltiples lugares de las zonas urbanas», apuntó.
Por otra parte, la Junta enfrenta también un creciente desafío insurgente en las siempre inquietas regiones fronterizas donde grupos de minorías étnicas tienen el poder político y ejércitos. Dos de los grupos más combativos, los kachin en el norte y los karen en el este, han declarado su apoyo al movimiento de protesta y han intensificado su lucha a pesar de que el ejército del gobierno, conocido como Tatmadaw, contraataca con una gran potencia de fuego, incluyendo ataques aéreos.
Hace un mes, la alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, describió la situación como sombría y apuntó que «la economía, la educación y la infraestructura de salud (de Myanmar) han estado al borde del colapso, dejando a millones de habitantes en el país sin un medio de vida, servicios básicos y con cada vez más inseguridad alimentaria».
El jefe de la junta militar, el general Min Aung Hlaing, ha rechazado todos los esfuerzos de mediación, tanto de Naciones Unidas como de ASEAN, el bloque de naciones del sudeste asiático al que pertenece Myanmar.
El movimiento de resistencia, por su parte, se ha organizado amplia y rápidamente en la clandestinidad.
A los pocos días del golpe, los parlamentarios electos que no pudieron tomar posesión de sus escaños montaron su propio Parlamento. Sus miembros han formado un Gobierno de Unidad Nacional en la sombra con directrices para una constitución provisional y, la semana pasada, para una Fuerza Popular de Defensa, como precursora de un Ejército de la Unión Federal. Muchas ciudades, pueblos e incluso vecindarios han formado ya grupos de defensa local que, en teoría, se integrarán en la Fuerza Popular de Defensa.
Además de subir la moral, estas acciones tienen un propósito estratégico al respaldar un gobierno de corte federal, algo reclamado desde hace décadas por las minorías étnicas del país para tener más autonomía en las zonas fronterizas en las que predominan.
La promoción del federalismo, un sistema en el que el gobierno central comparte el poder con las regiones, sirve tanto a los intereses del movimiento prodemocracia y antimilitar como a los objetivos de las minorías étnicas. En teoría, esto podría agregar un componente militar real a un movimiento cuyo armamento no suele ser más letal que las bombas incendiarias y los rifles de aires, aunque las bombas de fabricación casera han entrado en sus arsenales en las últimas semanas.
En la práctica, al menos por el momento, los ejércitos guerrilleros de los kachin y los karen lucharán como siempre lo han hecho: para proteger sus territorios. Pueden formar militarmente a los miles de civiles que se asegura que huyeron de las ciudades a esas regiones, aunque siguen siendo menos que las fuerzas gubernamentales. Pero en sus territorios tienen ventaja frente a los que sus poblaciones consideran como un ejército de ocupación. Y esto podría ser suficiente.