Nory Yamileth Hernández se encuentra en la propiedad donde vivía con otras once personas, incluidos sus tres hijos adolescentes, antes de que fuera inundada por los huracanes Eta e Iota del año pasado en San Pedro Sula, Honduras. Foto La Hora: Moisés Castillo/AP

Por MARÍA VERZA
SAN PEDRO SULA, Honduras
Agencia (AP)

Una tienda con un plástico que cubre su entrada instalada bajo un puente de las afueras de San Pedro Sula, en el norte de Honduras, es el hogar de Nory Yamileth Hernández y sus tres hijos adolescentes desde hace tres meses.

Ahí, bajo el traqueteo de los vehículos y rodeada de otras carpas armadas con lonas mal atadas a palos, vivió las lluvias de Iota en noviembre días después de que el huracán Eta anegara su casa. Ahí se enfermó y planeó su segundo intento de viajar a Estados Unidos. Y ahí lloró después de que la caravana de migrantes pasó junto al puente y no se unió por miedo y por no tener ni un peso.

«Lloré porque ya no quiero estar acá», dijo la mujer de 34 años. «Mucho se sufre». Por eso sueña con una nueva oportunidad para marcharse.

En San Pedro Sula, la segunda ciudad del país con casi un millón de habitantes y motor de la maltrecha economía hondureña, la historia no deja de repetirse: familias huyen de la pobreza y la violencia y migrantes regresan deportados y vuelven a intentarlo.

A veces salen en caravanas, otras en un goteo diario vinculado con las redes de tráfico de personas. Lo único que ha cambiado en los últimos meses es que ahora hay más motivos para migrar y un nuevo presidente en Estados Unidos.

La pobreza llevó a Hernández a unirse a la gran primera caravana en octubre de 2018 pero sus hijos se desesperaron y regresaron antes de llegar a México. El año pasado se ganaba la vida revendiendo lencería a domicilio en uno de los barrios más violentos de San Pedro Sula hasta que lo poco que tenía quedó bajo el lodo. «Todo se me ahogó».

En diciembre enfermó. La mataban «las fiebres, la basca (vómitos) y el dolor de cerebro», relató. Fue al hospital pero nunca le hicieron la prueba de COVID-19. En enero, su hijo mayor estuvo varios días tendido en la carpa con fiebre.

Recientemente la emplearon para quitar lodo de la calle mientras la casa de su madre, en la que vivía con otras once personas, sigue llena de aguas residuales y el callejón por el que se accede a ella está bloqueado por escombros.

El padre de su hijo menor la animó desde Los Ángeles a juntar algo de dinero. «Me dijo que este año iba a estar bueno porque ya habían sacado a (Donald) Trump y el nuevo presidente iba a ayudar al migrante».

En poco más de dos semanas en el poder Joe Biden ha firmado nueve órdenes ejecutivas relativas a la separación de familias, la seguridad fronteriza y otras materias con las que busca revertir las políticas con las que su predecesor intentó desalentar la migración. Pero su gobierno, temeroso del efecto que puedan tener sus medidas, también advirtió que llevará su tiempo hasta que los cambios se concreten. Mientras, en los países de origen como Honduras, los males se acumulan.

Las personas que perdieron sus hogares en los huracanes Eta e Iota del año pasado viven bajo lonas que instalaron debajo de un puente en las afueras de San Pedro Sula, Honduras. Foto La Hora: Moisés Castillo/AP

«Es un círculo vicioso», afirmó Dana Graber Ladek, jefa de la Organización Internacional para las Migraciones en México. «Están sufriendo de pobreza, violencia, huracanes, desempleo, violencia familiar y con ese sueño de una nueva administración, de nuevas oportunidades, van a intentar (migrar) una y otra vez» aunque sean devueltos o deportados.

Además, cunde la desinformación que sólo beneficia al crimen organizado. «Los traficantes están usando la desesperación y los cambios políticos en Estados Unidos para comunicar rumores e información falsa», agregó la funcionaria.

En enero San Pedro Sula era un run-run constante de planes para migrar y promesas inciertas.
Gabriela, de 29 años y quien no quiso dar su apellido porque se encuentra en Tabasco -en el sur de México-, salió unos días antes de la caravana. Su empleo de limpieza se lo había llevado la pandemia y el resto, las inundaciones. Partió como hacen miles cada día desde hace años: contratando a un traficante, pagando las extorsiones requeridas en cada tramo y caminando por la selva.

San Pedro Sula, receptora de hondureños de zonas más pobres y expulsora de migrantes que no lograron las oportunidades que buscaban, fue hace años símbolo de la Honduras más violenta, luego del progreso y ahora de la desesperación.

La ciudad está en el departamento más afectado por el COVID-19. También en la región más dañada por los huracanes Eta e Iota que dejaron un centenar de muertos en noviembre y afectaron a cuatro millones de personas en un país de menos de 10 millones. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) ambos huracanes provocaron pérdidas por unos 2.000 millones de dólares.
De acuerdo con el Programa Mundial de Alimentos, las tormentas y la pandemia multiplicaron por seis el número de personas en inseguridad alimentaria hasta llegar a los tres millones, casi un tercio de la población.

Floria Sarai Calix empuja sus pertenencias con la esperanza de encontrar un área más segura para acampar con su hijo después de perder su casa en el barrio Chamelecón por los huracanes Eta e Iota, en las afueras de San Pedro Sula, Honduras. Foto La Hora: Moisés Castillo/AP

Al oeste de San Pedro está el verde de las zonas altas y acomodadas. Al este, el lodo que dejaron los ríos desbordados y que secó kilómetros de bananeras.

En el puente bajo el que vive Hernández jóvenes tatuados fuman marihuana y observan a quienes pasan por allí. Es la entrada a Chamelecón, un sector de casas bajas con techo de lámina y tiendas con rejas con sólo dos calles asfaltadas, una de las cuales es la frontera no escrita entre las dos pandillas más violentas de Honduras, la Mara Salvatrucha y Barrio 18.

En sus calles hay excavadoras, marcas de barro a la altura de la cabeza y muchas botas de hule. En los periódicos se suceden noticias sobre «empaquetados», cadáveres que aparecen envueltos en plástico.

Hasta enero Gabriela vivía en La Lima, un suburbio al este de San Pedro Sula de 100.000 habitantes. En el centro del municipio comenzaron a abrir pequeños negocios, incluidas casas de empeño que hacían su agosto recibiendo celulares. En las afueras, donde empieza el Valle de Sula -epicentro de la producción agrícola del país- quemaban colchones y animales muertos en hogueras pestilentes para deshacerse de la basura y, de paso, ahuyentar las culebras.

«Todo el mundo quisiera irse», aseguró el anciano Juan Antonio Ramírez. Parte de sus hijos y nietos estuvieron entre la treintena de personas que pasaron seis días sobre un techo de zinc rodeados de agua hasta que les rescataron.

«En la caravana de diciembre iban muchos de aquí pero todos volvieron (porque) hay un cerco y de Guatemala los regresan», explicó.

Después de las caravanas de fines de 2018, que pusieron en jaque a los gobiernos de la región y llegaron hasta la frontera con Estados Unidos, hubo picos de cruces irregulares. Trump respondió con una política más dura y presiones y amenazas a sus vecinos del sur para que hicieran lo mismo.

En la segunda mitad de 2019 el flujo de migrantes bajó. Para enero de 2020, las caravanas eran bloqueadas en el sur de México. Desde octubre, no pasan de Guatemala. Un grupo que partió de San Pedro Sula en diciembre ni siquiera logró salir de Honduras.

Sin embargo, la Patrulla Fronteriza estadounidense reportó un mayor número de migrantes interceptados en el último trimestre de 2020, lo que muestra que el flujo no ha cesado.

De los que logran su objetivo no hay cifras, sólo testimonios. El marido de Lisethe Contreras, vecina de La Lima, llegó a Miami en septiembre. El cruce le costó tres meses y 12.000 dólares en pagos a traficantes. Hasta que ella pueda irse también, se siente afortunada de tener un empleo en una tiendita de productos básicos.

La pandemia y las tormentas arruinaron toda la economía informal, que según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) emplea a más del 70% de los hondureños, y los despidos se multiplicaron. La organización no gubernamental Foro Social de Deuda Externa y Desarrollo de Honduras estima que se perdieron medio millón de empleos. Las maquilas que rodean San Pedro Sula todavía funcionan a media marcha.

En diciembre el presidente Juan Orlando Hernández fue a Washington a pedir ayuda y organizaciones internacionales hicieron llamados urgentes para que continuaran las donaciones con el fin de poder recuperar al país cuanto antes y así evitar mayores éxodos.

Pero colectivos como el Foro Social creen que el dinero no llega porque los donantes no tienen garantías de que se use de la manera debida.

Honduras, un país donde el descrédito hacia las autoridades llega hasta el presidente -vinculado recientemente con el narcotráfico por fiscales estadounidenses-, tendrá un 2021 marcado por las elecciones y muchos temen que los políticos quieran usar las ayudas para ganar votos.

Santiago Motiño, alcalde de La Lima, lamentó esa percepción. «Creen que todos somos iguales». El expolicía, que aspira a reelegirse por el partido del presidente, se pasea pistola al cinto, fusil en la camioneta y con un pulverizador de alcohol en la mano mientras reitera su honradez y dice sentirse desbordado por las necesidades. Hasta gastó dinero de su bolsillo para repartir pollo, pan y cohetes en Navidad, dijo.

Biden ha prometido mayores inversiones para el desarrollo de Centroamérica, pero tardarán en concretarse.

Por eso Nory Yamileth Hernández se siente confundida. «No sé… (todos) prometen y después no cumplen. Aquí un buen futuro no lo miro».

Sin embargo, a Gabriela no la intimida siquiera la reciente matanza de 19 personas, en su mayoría migrantes, en el norte de México. «Yo sólo regreso a Honduras si me manda la migra para atrás», dijo vía telefónica. » Y si eso pasa vuelvo a intentarlo con mi hijo».

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