Por ANDREW SELSKY
SALEM, Oregón, EE.UU.
Agencia (AP)
En el verano del 2000 fui uno de varios corresponsales extranjeros, fotógrafos y videoperiodistas que viajamos a Inglaterra para participar en un curso de primeros auxilios en un ambiente hostil.
Los instructores, todos excomandos de la infantería de marina británica, nos enseñaron cómo salir de un campo minado, todo acerca de las trampas explosivas y cómo tratar heridas de bala. Los instructores se hicieron pasar por víctimas de ataques, con sangre falsa que manaba de sus heridas, y evaluaron si nuestras vendas y torniquetes salvarían vidas o no.
Sé de la importancia de este tipo de talleres después de cubrir o dirigir coberturas, incluidas guerras, golpes, ataques terroristas y otros episodios de violencia, durante un cuarto de siglo. Varias veces estuve en balaceras.
Esta semana, ahora como periodista en Oregón, participé en un taller virtual ofrecido por la policía en torno a lo que se debería hacer si hay tiros en el Capitolio estatal. También participaron periodistas que fueron atacados por turbas frente al Capitolio en diciembre.
Cuando voy a cubrir una manifestación, llevo una máscara antigases en el auto. Pienso en formas de garantizar mi seguridad y me viene a la mente mi época como corresponsal extranjero.
Cubrir manifestaciones en Estados Unidos se está pareciendo un poco a mis coberturas en otros países. Ya antes de que turbas de sublevados tomasen el Congreso nacional la semana pasada, generando el tipo de imágenes que los estadounidenses estamos acostumbrado a ver en otros países con conflictos civiles, los periodistas de las capitales estatales venían enfocando su trabajo de otra manera. Algunos llevan chalecos a prueba de balas y cascos, varias organizaciones contratan guardaespaldas y la seguridad es un aspecto básico de la planificación de la cobertura. Hace tan solo un par de años, esto era impensable.
Por suerte, estamos lejos de vivir el tipo de coberturas de conflictos que mis colegas y yo experimentamos en el exterior. Junto con un fotógrafo de la Associated Press y un camarógrafo de BBC, el ejército nos disparó durante una invasión de las Fuerzas de Defensa Nacional Sudafricanas en 1998. Tuvimos que bajarnos de nuestro vehículo lleno de balas y permanecer escondidos en una fosa durante seis horas mientras oíamos el zumbido de las balas sobre nuestras cabezas. Al caer la noche logramos escapar corriendo.
Uno de mis colegas de AP que posteriormente vino de Nairobi para ayudar a cubrir la invasión, un simpático productor de televisión y camarógrafo estadounidense llamado Myles Tierney, falleció cuatro meses después al ser baleado por un niño soldado en Sierra Leone.
Si bien es inimaginable que un periodista corra ese tipo de peligros en Estados Unidos, también es cierto que cada vez me preocupo más por mi seguridad. No es descabellado pensar que, en medio de tantas tensiones, un periodista resulte víctima de la violencia, intencional o accidentalmente, al tratar de informar acerca de lo que ocurre.
No somos enemigos del pueblo, como ha dicho tantas veces el presidente Donald Trump. No deberían amenazarnos, decirnos traidores ni agredirnos. Nuestro trabajo apoya la democracia al informar a la gente, al electorado, de lo que pasa.
«Cuando la gente está bien informada, se le puede dar un gobierno propio», escribió alguna vez Thomas Jefferson.
Un electorado mal informado, que cree mentiras en lugar de informes objetivos, puede ser un desastre para la democracia de Estados Unidos.
Lo he visto en otros países donde trabajé, sitios donde la democracia no funcionaba en parte por la desinformación y los ataques a la prensa, como en la Venezuela de Hugo Chávez o la Nicaragua de Daniel Ortega.
Ortega perdió las elecciones de 1990 y entregó el poder al ganador. Pero desde que volvió al gobierno en las elecciones del 2006 ha limitado la libertad de prensa y de la oposición. Algunos medios fueron cerrados. Una nueva ley da a Ortega el poder de catalogar a los ciudadanos de «traidores a la patria» e impedirles postularse a cargos públicos.
A pesar de las preocupaciones, confío en que el experimento democrático de Estados Unidos no se detendrá luego de 245 años. Esta es una prueba de resistencia, la más dura desde la guerra civil de 1861/65. Pero creo que el sistema democrático prevalecerá.
Aliviar las tensiones, no obstante, no será fácil. Lo que pasó en el Capitolio de Oregón es un claro ejemplo de que las divisiones son cada vez más fuertes y amargas.
Hasta el año pasado, las protestas en el Capitolio eran relativamente menores. Actos para exigir que se combata el calentamiento global, contra la vacunación obligatoria de los niños o a favor o en contra de la venta de armas.
En una manifestación del 2019 contra la construcción de un gasoducto y terminal de exportación, la gente ocupó la oficina del gobernador. Cantaron y escucharon discursos hasta que la policía los detuvo por invasión de propiedad. Un fiscal se negó a radicarles cargos.
Al año siguiente, una sesión legislativa sobre el cambio climático fue suspendida por un boicot republicano. Leñadores, camioneros y otros que apoyaban el boicot hicieron sonar sus bocinas. La agrupación Proud Boys y otras organizaciones de extrema derecha han tenido numerosos enfrentamientos con elementos del movimiento Black Lives Matter.
El 21 de diciembre una turba derechista rompió vidrios, agredió a periodistas y usó gas pimienta contra la policía. En un anticipo de la toma del Congreso nacional 16 días después, algunos manifestantes ingresaron al Capitolio cuando un legislador les abrió la puerta.
Las tensiones van en aumento. El miércoles la gobernadora Kate Brown activó a la Guardia Nacional de Oregón ante la posibilidad de nuevos actos de violencia.
La prueba de resistencia se va a prolongar.