MANAGUA
Agencia AP
Cuando los hospitales públicos de Nicaragua empezaron a ver los primeros casos de COVID-19, en marzo pasado, el personal médico de primera línea se enfrentó a un doble desafío: atender una pandemia mortal en un sistema de salud pública en crisis y bajo un ambiente de terror que amenaza cualquier disidencia.
En los pasillos de los hospitales, cubiertos con propaganda política, las fotos de los «héroes y mártires» sandinistas se exhiben junto a las del presidente Daniel Ortega y la vicepresidenta Rosario Murillo, cuyas miradas atentas parecen vigilar cada paso. En el exterior, al igual que en las estaciones de Policía y en los ministerios de Estado, ondea la bandera roja y negra del partido gobernante.
«Ahí dentro todo es secreto», dijo a The Associated Press la doctora María Nela Escoto, una anestesista con 24 años de experiencia, despedida en junio junto con más de una docena de otros especialistas médicos por criticar el manejo de la pandemia por parte del gobierno. «No permiten sugerencias y no se puede cuestionar nada porque te vigilan. Es un ambiente muy hostil».
Mientras otros países cerraban sus fronteras o al menos instaban al distanciamiento social, el gobierno de Ortega ha alentado a la gente a vivir de forma «normal». El gobierno registra hasta hoy sólo 83 muertes por coronavirus y unos 2.500 casos confirmados, pero el Observatorio Ciudadano, una red de activistas y médicos independientes, eleva esas cifras a 2.087 decesos y al menos 7,402 casos verificados como sospechosos de COVID-19, ya que las pruebas sólo las hace el Ministerio de Salud y no reporta cuántas realiza por día.
En medio de denuncias de «entierros exprés», que continúan por las noches en cementerios vigilados por la Policía, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) se ha hecho eco del llamamiento de los médicos nicaragüenses para que se adopten medidas más agresivas a fin de frenar la propagación de la enfermedad.
Escoto dijo que el Ministerio de Salud les dio una formación superficial en el uso de equipos de protección personal, aunque durante casi tres meses se prohibió al personal utilizarlo «para no alarmar» a los pacientes.
A Escoto la echaron de su trabajo en el hospital Lenín Fonseca el 9 de junio por haber firmado, junto a casi 600 médicos, una carta pública pidiendo al gobierno equipos de protección para los trabajadores de hospitales públicos. Más de 14 especialistas que apoyaron esa queja fueron despedidos desde entonces. «Es una total injusticia», afirmó la doctora.
Cuando le informó de su despido, el director de recursos humanos del hospital le dijo a Escoto que firmara copia de la carta sin hacer preguntas ya que él sólo seguía órdenes «de arriba».
Según la especialista, los despidos son ordenados por el médico Gustavo Porras, un líder sindicalista que además es diputado y presidente sandinista del Parlamento de Nicaragua. Escoto asegura que el sistema de salud está «totalmente politizado» desde 2007, cuando Ortega volvió al poder y Porras «se encargó de desmantelar los sindicatos independientes».
Durante los 16 años que los sandinistas estuvieron en la oposición (1990-2006) a Porras lo llamaban «doctor mortero», por ser uno de los instigadores de violentas asonadas contra el gobierno de Violeta Chamorro y sus sucesores liberales Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños. Los «morteros» son bombas artesanales usadas en las protestas.
Varios médicos cesanteados en los últimos días afirman que en los hospitales no se permite «filtrar información» sobre lo que sucede dentro y que quien se atreve a hacerlo «es despedido inmediatamente». Tampoco los periodistas pueden ingresar a los centros de salud y si intentan acercarse con cámaras a sus instalaciones, son detenidos por la Policía o activistas del gobierno.
«Los trabajadores de salud están desanimados y tienen miedo. Temen contagiarse y temen perder su empleo. Por eso no levantan la voz», dijo a la AP el médico Fernando Rojas, también anestesista, que fue despedido del hospital de mujeres Bertha Calderón por firmar el comunicado médico, aunque la orden de despido, como la de Escoto, no indicaba los motivos del mismo.
Rojas fue amonestado varias veces por la dirección del hospital, por haber pedido a gritos mascarillas y guantes para el personal. «La subdirectora del hospital, Ana Lidia Ortiz, vigila personalmente a los médicos y les toma fotos en los pasillos. Hace una labor de espionaje», aseguró el galeno de 58 años.
Dijo que otra especialista fue despedida por asistir a manifestaciones opositoras en 2018 y que la principal oncóloga del centro, Indiana Talavera, fue removida hace tres meses, también por solicitar mascarillas. «Eso ha desmoronado el servicio de oncología» en el hospital, se lamentó.
Durante la revuelta social de 2018, las autoridades de salud fueron acusadas de negarse a atender a manifestantes opositores heridos por la Policía, según denuncias recabadas por expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que contabilizó 328 muertos y más de 2.000 heridos en las protestas.
En esta pandemia, el uso de barbijos llegó a ser tan penalizado, que en el hospital infantil Vélez Paiz un vigilante «le quitó la mascarilla de la cara a un médico», dijo Rojas. Y aunque a fines de mayo autorizaron usar tapabocas, «sólo nos entregaron dos mascarillas N95 por persona».
Los contagios han afectado al personal hospitalario. Según el galeno, de los 800 empleados del Bertha Calderón, unos 250 han sido enviados «de reposo» a su casa, con síntomas de coronavirus, y el centro tuvo que pedir refuerzos a otros hospitales. Ninguno de los afectados recibió subsidio escrito ni constancia de contagio por COVID-19.
Los médicos afirman que, para reducir las cifras oficiales de muertes por COVID-19, el gobierno ordena inscribir los decesos como neumonía atípica, infarto o simplemente paro respiratorio.
«Los diagnósticos se han venido alterando. Y no sólo en los hospitales públicos, sino también en algunos privados como el Hospital Bautista. Es una orden directa de la Presidencia», asegura Fernando Rojas, conocido entre las autoridades de salud por su posición antisandinista.
Para el especialista Álvaro Ramírez, exdirector de Epidemiología del Ministerio de Salud, el gobierno «disfraza de neumonía las muertes por COVID-19».
Ramírez asegura que no existe forma de contrastar las cifras, pues el Ministerio de Salud dejó de publicar en mayo sus reportes epidemiológicos semanales. «Quizás nunca sepamos la cifra real de muertes por esta pandemia en Nicaragua», afirmó al ser consultado por la AP.
Entre los médicos removidos de sus puestos, no todos son opositores. La ginecóloga María Isabel Selva fue despedida del hospital de Condega (norte) por escribir en las redes sociales a favor de sus colegas cesanteados. Selva es hija del médico y héroe sandinista Eduardo Selva, muerto en 1979 y a quien Ortega le entregó de forma póstuma la medalla Sanidad Militar en 2015.
«Solo dicen que prescinden de mí como trabajadora y ya está. Lo que siento es un dolor inmenso porque siento que la revolución fue traicionada…duele ver que tenemos un gobierno que no oye críticas», dijo Selva, quien trabajó 30 años como especialista en el sistema público de Salud, en declaraciones a la prensa local.
El cirujano Adolfo Díaz Ruiz renunció en solidaridad con los médicos despedidos y horas después su esposa, también médico, fue despedida.
«Hemos alcanzado niveles de represión y venganza hasta para sus pensamientos», escribió en Facebook el reconocido pediatra oncólogo Fulgencio Báez, quien apoyó a los sandinistas en los años 80, tras el despido de su amigo Enrique Ocampo, que trataba a niños con cáncer. «Ya no respetan el estudio, los años de dedicación ni los sacrificios realizados», se quejó.
AP intentó obtener una reacción del gobierno de Nicaragua a las denuncias de los médicos, pero la solicitud no tuvo respuesta.
De acuerdo con el Observatorio Ciudadano, hasta el 1 de julio habrían muerto por coronavirus al menos 87 trabajadores de la salud, entre ellos 38 médicos, 22 enfermeros y 11 administrativos. Las asociaciones médicas confirman que más de 70 perdieron la vida tras ser contagiados.
Uno de ellos, el doctor Adán Alonso, había estado atendiendo voluntariamente a los pacientes de COVID-19 que fueron rechazados en los hospitales de las ciudades de León y Chinandega, en el occidente de Nicaragua.
Alonso formaba parte de una conocida familia de médicos opositores a Ortega y por su labor altruista lo llamaban «el doctor del pueblo». Durante sus funerales, en junio, la Policía bloqueó con fuerzas antidisturbios las entradas a León, persiguió a los vehículos que participaban en la procesión y confiscó las banderas nicaragüenses que las hijas de Alonso llevaban en señal de protesta.
«Antimotines en el entierro de un médico, cuánto dolor, mi padre era un hombre de paz. Esto es lo que vive Nicaragua, esta es la Nicaragua que tenemos que cambiar», dijo la doctora Magda Alonso, hija del especialista fallecido.