POR CHRISTINE ARMARIO/AP
LIMA

En una mansión colonial que ha conocido tiempos mejores, los dirigentes de Fuerza Popular se han reunido de urgencia, desesperados por recuperar el lugar dominante que ocupaba su partido en la política peruana.

El presidente Martín Vizcarra disolvió el congreso y convocó a nuevas elecciones luego de una disputa con los legisladores en torno a sus medidas contra la corrupción, lo que eliminó unilateralmente la mayoría legislativa obtenida por Fuerza Popular con gran esfuerzo. Entretanto, la dirigente del partido se encontraba presa en una cárcel de mujeres entre traficantes de drogas y ladronas, mientras se le investiga por corrupción.

La disolución del congreso ha sumido al Perú en su crisis constitucional más profunda en casi tres décadas, y algunos creen que sería el principio del sombrío último capítulo de la dinastía política más destacada del país. La disolución anterior del legislativo tuvo lugar en 1992, cuando el autoritario Alberto Fujimori ocupaba el sillón presidencial. Adelantando 27 años, es el partido de su adorada hija mayor el que está siendo expulsado.

Al salir de su sede después de la reunión, los dirigentes de Fuerza Popular se dieron de bruces contra la realidad cruel: buena parte del Perú ya no los ama, y la hostilidad se expresa en las calles.

Un pequeño grupo de partidarios de Fuerza Popular que realizaba un acto para exigir justicia para la dirigente presa Keiko Fujimori escuchó la reacción furiosa de una transeúnte: “¡Al infierno se van a ir!”, gritó Susana Valverde.

El fenómeno político peruano conocido como “fujimorismo” ha tenido sus altibajos bruscos, siempre ha podido rehacerse. Esta vez quizás no. Si se cumple el plan de Vizcarra de realizar elecciones legislativas en 2020, es casi seguro que el partido perderá su mayoría.

“El fujimorismo ha caído en una espiral fatal”, dijo el especialista en ciencias políticas Steven Levitsky, de la Universidad de Harvard. “Sufrirá una paliza en las próximas elecciones. Está en una decadencia bastante drástica”.

La dinastía política tuvo su inicio en 1990 cuando Alberto Fujimori, limeño hijo de inmigrantes japoneses, ganó las elecciones con la promesa de llevar al Perú a una nueva era de progreso. Sus medidas proempresariales, sus iniciativas intransigentes contra el delito y sus programas sociales le granjearon el apoyo de multitudes de peruanos como Nancy Ríos.

“El chinito se preocupó e hizo unas hermosas carreteras”, dijo Ríos, aludiendo al expresidente por el apodo cariñoso de sus partidarios. “Cuando llegó, este país estaba completamente destruido, peor que Venezuela. Cuando llegó Alberto Fujimori, logramos la paz, la estabilidad económica”.

Pero al cabo de una década en funciones, Fujimori envió su renuncia por fax después de huir a Japón cuando enfrentaba su destitución por un congreso mayoritariamente opositor. En 2005, lo apresaron en Chile y extraditaron a Lima, donde tiempo después lo condenaron a 25 años de prisión por violación de los derechos humanos, corrupción y creación de escuadrones de la muerte.

El ex profesor de matemática sigue purgando su condena por su papel en la muerte de 25 personas, entre ellas un chico de ocho años, bajo su gobierno.

Con todo, muchos peruanos estaban dispuestos a perdonar al fujimorismo. Keiko Fujimori recogió la antorcha de su padre, amplió la base del partido y trató de crear una imagen más moderada y amable del movimiento. Muchos creen que lo logró.

“Lo apoyaré hasta el día de mi muerte”, aseguró Ríos, un ama de casa.

En 2011, Keiko Fujimori resultó segunda en la elección presidencial. Cinco años después, volvió a perder, esta vez por menos de medio punto porcentual contra el economista Pedro Pablo Kuczynski. Y Fuerza Popular ganó la mayoría en el congreso.

Pero desde entonces todo le ha ido cuesta abajo.

En su oposición constante a Kuczynski y luego Vizcarra, sus legisladores han ganado fama de obstruccionistas intransigentes al bloquear iniciativas apreciadas por los peruanos para poner coto a la corrupción rampante.

“Este era un partido que no se portaba como un partido político sino como una mafia”, dijo Levitsky.

A fines del año pasado se ordenó la cárcel para Keiko Fujimori mientras se investigaban denuncias de que lavó dinero del conglomerado brasileño de ingeniería y construcción Odebrecht para su campaña presidencial de 2011, una gran caída apenas unos años después de arañar la presidencia.

Los legisladores en peligro de perder sus bancas tras el decreto de Vizcarra que disolvió el congreso dicen que están dispuestos a luchar, aunque la mayoría de los peruanos dicen que no los quieren. Están montando un recurso legal con la esperanza de revertir la disolución y evitar una elección en 2020.

“Lo que no vamos a permitir en ningún escenario es que la izquierda quiera tomar mayoría”, dijo el diputado Luis Galarreta.

Los miembros del partido califican la medida presidencial de “golpe de estado moderno” y se dicen víctimas de una cacería de brujas.

El diputado Juan Carlos González dice que la prensa difunde una narrativa falsa en la que el partido ha perdido el apoyo popular. Dijo que más de 2 mil personas acudieron recientemente a una asamblea convocada por él.

Al partido “lo declaraban muerto… No vamos a caer callados”, aseguró.
Levitsky calcula que el fujimorismo conserva entre el 10 y el 15% de apoyo y cree que, aunque debilitado, el partido no desaparecerá, sobre todo si logra aliarse con otras agrupaciones de derecha.

Pero para los peruanos como María Quispe, que trabaja en un restaurante en un barrio pobre ahora lleno de migrantes venezolanos, el lazo de la gente con el fujimorismo se ha roto de manera irreparable. Ella votó por Alberto Fujimori en 1990, pero dice que no votaría ahora por ningún candidato del movimiento.

“Han tenido una oportunidad… pero no, todo han hecho en favor de ellos mismos”, dijo. “No hay manera creo yo que (después de) muchos años la gente se puede olvidar de todo eso que haya venido sucediendo”.

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