Por RYAN SABALOW The Sacramento Bee
SACRAMENTO, California
Agencia (AP)
En el invierno de 2009, mi esposa y yo encontramos una casa que parecía ideal para empezar una familia: Tenía tres dormitorios en un barrio rodeado de arbustos secos en las afueras de la ciudad de Redding.
Yo había cubierto incendios forestales para el diario Record Searchlight durante tres años. Había visto incendio tras incendio durante los abrasadores veranos del condado de Shasta en el chaparral que domina el paisaje.
En el 2008, un rayo armó un fuego que quemó más de 35 mil hectáreas en la zona, forzando la evacuación de decenas de familias. Yo estuve parado en ese mismo sitio donde ahora quería vivir mientras los residentes observaban el humo que surgía del otro lado del cañón del río Sacramento. El fuego no cruzó el río en esa oportunidad.
Mientras mi esposa, Cara, y yo recorríamos el barrio, le dije: “Un fuego va a destruir este barrio algún día”.
De todos modos compramos la casa.
Las calles tranquilas, los senderos para correr y la pesca a escasos minutos de distancia en el lago Shasta justificaban el riesgo.
Tan californiano todo.
Si hay una constante en la historia de California es que a menudo ignoramos los enormes riesgos que implica vivir en este estado tan grande y hermoso: Los terremotos, los deslaves, los incendios forestales, las inundaciones, las sequías y, sí, hasta los volcanes.
Ha sido así desde nuestra fundación.
No importa cuántos miles de millones de dólares gastemos en diques y represas, es todo cuestión de tiempo.
“Habrá inundaciones algún día”, me dijo Jeffrey Mount, experto del Instituto de Políticas Públicas de California, hace dos lluviosos inviernos tras el huracán Harvey. “Siempre habrá algún evento enorme, que nos rebase”.
Medio millón de residentes de Sacramento viven su vida sin pensar demasiado en todo esto.
Pasé mi infancia en Mount Shasta, una pequeña comunidad de montaña cerca de la frontera con Oregon. La ciudad lleva el nombre de un gran volcán activo del lugar. Cuando el Shasta haga erupción, lo que es inevitable, la lava, todo lo que arrastre, la ceniza y el vapor y los gases hirvientes podrían borrar mi barrio del mapa.
Pero, seamos serios, qué lindo lugar para pasar tu infancia.
Cuando era pequeño, recorría en bicicleta los prados cerca de mi casa. Me pasaba horas pescando, descalzo, con el agua hasta las rodillas en arroyos helados porque fluye la nieve derretida que caía de las montañas.
Me gustaría volver a vivir bajo la sombra del Shasta algún día. No me importa que mi casa esté construida sobre terreno con cenizas salpicado de piedra pómez y obsidiana, recordatorios de erupciones del pasado. No me importan las marcas del fuego en los cedros y los pinos, heridas sufridas durante los incendios forestales que azotaron el condado de Siskiyou hace décadas. No me importa el que la casa de mi tía abuela fue una de las pocas que quedó de pie en su barrio luego de que un incendio arrasó con la ciudad de Weed, en el condado de Siskiyou, en el 2014, incinerando 157 viviendas.
Comprendo por qué 2.7 millones de californianos viven en sitios que pueden convertirse en un catastrófico infierno cualquier verano, y por qué tantos otro se mudan a California a pesar de que podríamos construir 1.2 millones de viviendas nuevas en los próximos 30 años en zonas con los más altos riesgos de incendios.
Comprendo por qué están reconstruyendo el barrio de Faountaingrove en Santa Rosa, que fue arrasado por el Hanly Fire en 1964 y nuevamente por el Tubbs Fire en el 2017. Y por qué resontruyen Harbison Canyon en el condado de San Diego después de que fuese destruido por el Laguna Fire en 1970 y por el Cedar Fire en el 2003.
Comprendo por qué Cheri Skipper, cuya casa de Harbison Canyon fue quemada por el Cedar Fire, se moría por volver mientras era reconstruida, a pesar del trauma que vivió, que hace que todavía busque obsesivamente señales de humo y revise constantemente los pronósticos de posibles incendios.
“Lo único que quería era volver a mi casa, recostarme en mi almohada y mirar hacia el patio, disfrutando de las vistas”, me dijo mientras observaba las colinas verdes llenas de flores silvestres tras unas recientes lluvias. Los dos sabíamos que este verano la vegetación se secará y su cañón pasará a ser un túnel de viento en Santa Ana.
Lo que no termino de entender es por qué la gente se sorprende de que sigan produciéndose estos hechos destructivos. Siempre ha sucedido.
Investigadores de UC Berkeley calculan que antes del 1800 se quemaban 1.8 millones de hectáreas en un año típico. Esto antes de que empezásemos a jugar con nuestro clima y a infectar nuestras especies con vegetación de otros lados, proclive a quemarse.
Algunos ambientalistas dicen que deberíamos dejar de instalarnos en estos lugares y de reconstruirlos cuando se queman. Que las ciudades deberían concentrarse en rellenar y construir centros urbanos de una forma sustentable. Dejar de jugar con la naturaleza. Me parece bien. Esa es sin duda la alternativa más segura.
Pero eso no va a suceder si la historia sirve de guía. Además, qué se hace con la gente que ya vive en comunidades en riesgo? ¿Se les dice que se tienen que ir? ¿Qué los bomberos no van a tratar de salvar sus casas?
Los californianos no ignoran totalmente los peligros. Hay un intenso debate acerca de cuántas viviendas nuevas hay que permitir y dónde se deben erigir. Hay coincidencia entre el gobernador Gavin Newsom y el decreto del presidente Donald Trump, que dispuso reducir los bosques después del Camp Fire. Desde ya, el problema son los detalles. No se ha resuelto cuántos árboles talar, cuándos incendios intencionales crear y otras estrategias.
La realidad, no obstante, es que lo que se puede hacer tiene un límite cuando vives en un estado que se quiere incendiar. Y hay que estar preparado para todo.
Como J. López, uno de los dos bomberos con los que hablé hace poco cuyas casas sobrevivieron a intensos incendios. Eligieron quedarse allí a sabiendas de que seguramente volverán a vivir esta experiencia. Por eso están muy pendientes de la planificación de evacuaciones y hacen todo lo posible para minimizar los riesgos en sus propiedades, donde despejan toda la vegetación alrededor de sus casas.
“El domingo me levanto, salgo de la casa y dos minutos después estoy caminando por el bosque. Hermoso”, dijo López, subjefe del Departamento de Bomberos del Condado de Los Ángeles. “Pero sabes en lo que te estás metiendo y lo asumes. No vas a cambiar las cosas. La naturaleza siempre va a ganar”.
Como sucedió en Redding.
El verano pasado regresé al barrio donde mi esposa y yo compramos nuestra primera casa. Estaba cubriendo algo para The Sacramento Bee la mañana siguiente de que el Carr Fire recorriese la parte occidental de Redding, quemando 1.079 casas.
Vivienda tras vivienda había sigo quemada totalmente en las calles que alguna vez recorrí con nuestro cachorro, empujando los cochecitos de nuestras hijas. Cerca de allí, una mujer y sus dos nietos había fallecido quemados.
De pura suerte, nuestra antigua casa, que habíamos vendido cuando cambié de diario, estaba todavía de pie.
A pesar del dolor, del terror y de las pérdidas, mi viejo barrio renacerá y la zona será nuevamente una trampa de fuego apenas vuelva a crecer el chaparral. Pero si todavía viviese en el barrio, seguramente me hubiera quedado. Esos senderos. Esa pesca. La paz y la quietud. Todavía los extraño.