Ciudad Juárez
Agencia dpa

Vestidos con uniformes grises, 700 presos esperaban al aire libre al Papa Francisco en una cárcel que llegó a ser el infierno de Ciudad Juárez.

El papa les dejó obsequio: un crucifijo de cristal, representando la fragilidad del ser humano y la esperanza de una nueva vida.

Desde la prisión de una localidad que llegó a ser la más violenta del mundo, la misma cárcel donde en 2011 una riña entre pandillas dejó 17 muertos, Francisco lanzó un llamado a romper de fondo «los círculos de la violencia y la delincuencia» con cambios de raíz en la sociedad.

«A veces pareciera que las cárceles se proponen incapacitar a las personas a seguir cometiendo delitos más que promover los procesos de reinserción», dijo.

«En la capacidad que tenga una sociedad de incluir a sus pobres, sus enfermos o sus presos está la posibilidad de que ellos puedan sanar sus heridas y ser constructores de una buena convivencia».

Fue otro mensaje del Papa contra la exclusión y lo que él llama la cultura del descarte, que fueron mencionados una y otra vez en su viaje de cinco días a México.

Las escenas que se vieron en la cárcel número 3 de Ciudad Juárez, con un grupo musical que para el papa argentino tocó tango y el típico «Cielito lindo» mexicano, distaron mucho de retratar la situación de muchas otras prisiones en México.

Hace unos años en el reclusorio de Juárez se hicieron reformas para convertirlo en una especie de cárcel modelo certificada por la Asociación Americana de Correccionales. Sin embargo, la realidad es diferente en otros centros penitenciarios.

El papa abrazó uno por uno a medio centenar de presas y presos escogidos por su buena conducta. Algunos pasaron rápido. Otros le tomaron la mano, se arrodillaron o intercambiaron con él unas palabras.

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