Por Doreen Fiedler
Katmandú
Agencia/dpa

Un sábado al mediodía, a las 11:56 horas, la tierra tembló en el Himalaya. En los segundos posteriores se vinieron abajo tantas casas en la capital de Nepal que se formó una enorme nube de polvo sobre la ciudad. Cerca de la montaña más alta del mundo se produjeron aludes que barrieron el campamento base en el Monte Everest. Incluso en India, Tíbet y Bangladesh, las paredes que se vinieron abajo sepultaron con vida a muchas personas.

En los días posteriores al 24 de abril, los equipos de rescate que se dirigieron a Nepal desde distintas partes del mundo encontraban cada vez más cadáveres bajo los escombros. El triste balance del terremoto de magnitud 7,8 fue de al menos 9 mil muertos y más de 22 mil heridos.

Pueblos enteros fueron barridos del mapa, mientras que varios templos, considerados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, quedaron reducidos a un montón de escombros. El escritor nepalí Kashish Das Shrestha lo describió como «una tragedia nacional».

En los primeros días, casi nadie se animaba a regresar a las casas que quedaban en pie. En todas partes, los supervivientes montaban tiendas de campaña en parques y campos deportivos, en superficies verdes y jardines. Incluso el presidente Ram Baran Yadav durmió debajo de una lona. En los hospitales, los pacientes eran tratados en los pasillos porque no había más espacio.

Los turistas que se encontraban en Nepal comenzaron a hacer las maletas para marcharse. Sin embargo, muchos de ellos se quedaron varados debido a que las pistas del único aeropuerto internacional habían resultado dañadas.

Los deslizamientos de tierra habían hecho intransitables todas las rutas hacia China y sólo quedaban dos abiertas hacia India. En zonas montañosas apartadas, la ayuda llegaba con cuentagotas. «A muchos de estos pueblos sólo se puede llegar con vehículos todoterreno o a pie, algunos quedan a varias horas o incluso días», dijo en ese entonces Matt Darwas, de la organización de ayuda World Vision. Además, Nepal sólo contaba con seis helicópteros.

«No hay duda: nos falta de todo», afirmó Laxmi Dhakal, del Ministerio del Interior de Nepal tres días después del terremoto. Los rescatistas se quejaban del caos en la coordinación de las ayudas. El agua potable y los alimentos se acaban rápidamente. Desilusionados con el gobierno, muchos nepalíes empezaron a actuar por su cuenta y a marcharse a las montañas en sus coches llenos de alimentos.

En los lugares de cremación, el fuego no se apagó durante días. Sacerdotes, médicos y controladores aéreos trabajaban día y noche. Y entonces, una semana después del devastador sismo, una luz de esperanza: los socorristas seguían encontrado supervivientes entre los escombros, entre ellos a un hombre de al parecer más de 100 años.

Los montañistas que habían quedado atrapados en el Monte Everest debido al bloqueo de la ruta de descenso por un glaciar pudieron ser evacuados por aire. El campamento base, que según un montañista belga tenía el aspecto «posterior a un tsunami», quedó vacío. Dieciocho personas murieron allí. Nadie escaló en 2015 el pico más alto del mundo.

Cuando los afectados estaban volviendo a la normalidad lentamente, se produjo el siguiente golpe. El 12 de mayo, la tierra volvió a temblar, esta vez con magnitud 7,2. Las casas volvieron a derrumbarse, la tierra se deslizó nuevamente, y las personas que aún tenían ciertas esperanzas sintieron desesperación. Muchos nepalíes traumatizados afirmaron que sentían la tierra moverse continuamente bajo sus pies. «Ya no puedo saber si soy yo el que tiembla o la tierra», afirmaba en ese momento Bibek Bhandari.

La reconstrucción de las más de 600 mil casas destruidas avanza hasta el día de hoy con mucha lentitud. Alrededor de un cuarto de los 30 millones de nepalíes se vieron afectados por el sismo, una tarea titánica para el pequeño país. A eso se suma que al mismo tiempo hay una disputa por la nueva Constitución que prácticamente paraliza la política en Katmandú.

Las organizaciones de ayuda internacional se quejan de que no pueden construir viviendas seguras por la falta de previsión de las autoridades. «Legalmente, no podemos poner un ladrillo sobre otro», dice Michael Frischmuth, de la organización cristiana de ayuda alemana Diakonie Katastrophenhilfe. La gente sigue viviendo en tiendas. Aiti Tamang es una de ellas y asegura: «No tenemos motivos para sonreír».


Magnitud

7,8
grados en la escala de Richter


Muertos

9 mil
y más de 22 mil heridos

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