Por E. EDUARDO CASTILLO
IGUALA / Agencia AP

La primera vez que hombres y mujeres salieron a excavar en busca de sus familiares desaparecidos, no sabían cómo hacerlo. El líder de la expedición les dijo que buscaran tonos de color distintos en el terreno, evidencia de que la tierra fue removida. Les pidieron identificar alguna depresión en el suelo. Eso podría señalar una fosa clandestina.

Se encaminaron a las montañas con palas y picos y se detuvieron en un campo donde un hombre les dijo que, a veces, olía mal. En un terreno lleno de yerbas, arbustos espinosos y salpicado de flores amarillas y moradas, comenzaron a excavar. Diez centímetros, 20, 40, 60 y entonces pararon: entre la tierra apareció un hueso.

Mujeres y hombres lloraron, algunas rezaron, y luego siguieron la búsqueda en el terreno hasta que encontraron seis fosas.

«Sabíamos que íbamos a buscar gente enterrada, pero nunca nos imaginamos qué es lo que íbamos a encontrar», dijo Mario Vergara, quien busca a su hermano desaparecido el cinco julio de 2012 en la localidad cercana de Huitzuco. «Lo que vimos nos quebró».

Las expediciones comenzaron poco después de que 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa fueran detenidos por la policía en Iguala el 26 de septiembre de 2014 y nunca más se volviera a saber de ellos.

En medio del escándalo desatado por los estudiantes y deseosos de encontrar a sus propios desaparecidos, cientos de familiares hicieron a un lado su miedo y el silencio y por primera vez denunciaron los secuestros de sus seres queridos, que se sumaron a la lista de casi 26 mil desaparecidos en todo México.

Cerca de 30 personas se reunieron por primera vez en noviembre de 2014 en el sótano de la iglesia San Gerardo, donde cada familia contó una historia peor que la otra sobre cómo sus seres queridos salieron a trabajar y nunca más volvieron, cómo hombres armados llegaron y se los llevaron de sus casas, o cómo fueron detenidos en un retén policial y ya no volvieron a saber de ellos.

Dieron muestras de ADN y decidieron buscar en las montañas de Iguala a sus hijos e hijas, esposos y parientes, conocidos como «Los Otros Desaparecidos».

Los restos del hijo de Gerardo Alcocer fueron recuperados de una esas fosas localizadas en la primera expedición. Gerardo Alberto, de 28 años, desapareció el 14 de abril de 2013 en Iguala y sus padres lo buscaron en el bar donde trabajaba de mesero, pero nadie les dio razón. Estuvieron en hospitales, la cárcel. Nada. Cientos de hojas con su foto tapizaron postes, paredes de Iguala.

Alcocer llegó a la iglesia con la esperanza de poder encontrar con vida a su hijo. Su epilepsia le impidió unirse a otras familias en las montañas. Su mayor agradecimiento, dijo, es al grupo por haber salido a buscar las fosas.

«La vida es para que los hijos entierren a los padres, no los padres a los hijos», dijo. «Y se siente feo, demasiado feo», añadió el hombre que aunque no volvió a ver con vida a su hijo, recuperó sus restos, algo que muy pocos pueden decir que lograron hacer en Guerrero y en muchos otros lugares de México.

En los primeros días de las búsquedas, Miguel Angel Jiménez, un activista y policía comunitario les enseñó que debían buscar «campamentos», porque los secuestradores suelen mantener a sus víctimas ahí antes de matarlas y las fosas podrían estar en los alrededores.

Buscaron entre matorrales y zarzas espinosas, restos de basura o ropa y vieron que los troncos de los árboles más grandes tenían algunas partes talladas que, al parecer, los secuestradores usaban como escalones para subir hasta la copa y vigilar.

En algunos lugares encontraron restos de platos térmicos, vasos desechables, botellas de cerveza, whisky, tequila. «Los campesinos no comen en platos desechables», Jiménez les decía, según contó Xitlali Miranda, una psicóloga que se unió a las búsquedas.

Jiménez se separó del grupo y a finales del verano lo mataron a tiros. Tal y como pasa con muchos asesinatos en la zona, no se ha determinado el móvil y nadie ha sido acusado del crimen.

Durante los primeros dos meses, las familias salieron a diario a las montañas en el noroeste de Iguala. Intentaban ser organizados, por ejemplo caminar alineados para peinar una zona, pero en cuestión de minutos la gente rompía la fila y se dispersaban. «Somos algo desordenados», dijo Miranda.

Las autoridades les prohibieron que volvieran a excavar. Argumentaron que alterarían la escena y dañarían o romperían los huesos. Pero las familias no suspendieron las búsquedas. Aunque ya no escarbaban, comenzaron a utilizar una varilla como otro método de detección: la enterraban en la tierra y si un olor quedaba impregnado en el metal, sabían que era una fosa para marcar y esperar a que llegara el gobierno.

«Mientras más reciente es el cuerpo, más hedor tiene», dijo Miranda. «Como a carne descompuesta. Es un hedor penetrante. Se te mete y quedas oliendo como si tuvieras todavía la varilla. No es un olor que se va».

Al paso del tiempo aprendieron varias cosas. Miranda dijo que la varilla no era infalible. «Hay cuerpos que son antiguos y no tienen ningún olor. Ahorita ya sabemos que ni siquiera la varilla es 100% segura», dijo.

Después de que las familias marcaban las fosas, era el turno de las autoridades. Un equipo de peritos, uno del ministerio público y un antropólogo llegaban al lugar escoltados por autoridades federales. Iniciaban la operación tomando video y fotografías del área. Fijaban algunas varillas y ataban hilo que cruzaban de un lado a otro hasta hacer una cuadrícula.

Luego escarbaban en cada cuadrado con pala y pico y cuando pensaban que estarían cerca de algún resto, continuaban su trabajo con una especie de cuchara de albañil. Al dar con un hueso, seguían con una brocha para quitarle la tierra alrededor. Volvían a tomar video y fotografías y al final sacaban uno a uno los huesos que colocaban en cajas para llevarlos hasta los laboratorios periciales en la Ciudad de México.

Y aunque decían a las familias que no debían interferir, a veces ellos mismos pedían su ayuda.

«Me he metido a las fosas a escarbar, agarro los cuerpecitos, los esqueletitos», dijo Bertha Moreno, quien busca a su hijo, Manuel Cruz Moreno, un ayudante de albañil que desapareció el 2 de enero de 2009 cuando tenía 21 años. La señora aseguró que una antropóloga le pidió ayuda en algunos momentos.

Al principio, casi siempre encontraban al menos una posible fosa. Pero al paso de las semanas las búsquedas no siempre dieron resultado y eventualmente sólo salieron los domingos.

Cada semana, unas 15 personas, la mayoría mujeres, se reunían en la iglesia San Gerardo alrededor de las 10 de la mañana y partían. Regresaban no menos de cinco horas después con rasguños de espinas en los brazos y piernas y los pies llenos de tierra.

Antes de suspender en el verano las búsquedas por las lluvias, las familias habían localizado más de 60 fosas clandestinas con restos de 104 personas, de las cuales sólo 13 habían sido identificadas, incluido el hijo de Alcocer.

Cuando las familias reanudaron las búsquedas el ocho de noviembre, encontraron los restos al parecer de una persona y en los días siguientes localizaron más. Las autoridades han exhumado los restos de 11 cuerpos, algunos con uniformes policiales.

Moreno es una de las personas que han renunciado a las misas dominicales y las tardes con la familia para ir a buscar a su hijo. Cree que Dios la protegerá y dice que algunas veces su marido la regaña por arriesgarse.

«Él me regaña: ‘¿No miras el peligro?»’, dijo Moreno. «A mí ya no me importa dar mi vida. Yo estoy dispuesta a darla, por volver a verlo».

Perdió su trabajo de limpieza en la casa de una maestra, quien le dijo que lo que hacía ponía en peligro a otros en una zona dominada por narcotraficantes. «¿Cómo vamos a andar de revoltosos si andamos buscando a nuestros familiares?», dijo. «Y me corrió».

Moreno se da cuenta que no es normal buscar fosas los domingos, pero en Iguala, dijo, llegan a acostumbrarse.

«Ya es una cosa que nuestro corazón nos lo pide», dijo. «Y pues ya nos sentimos, fíjese que hasta bien nos sentimos», añadió.

PIDEN AVANCES EN INVESTIGACIÓN

Padres de los 43 estudiantes desaparecidos hace 14 meses en el sur de México exigieron al Gobierno mexicano la presentación de una fiscalía especial para la búsqueda de los jóvenes y el diseño de otras líneas de investigación.

«El motivo principal (de la manifestación) es para demandar que se nos informe cómo van con la creación de una fiscalía especial para el caso», dijo el asesor legal de los padres Vidulo Rosales.

Padres de los 43 desaparecidos, estudiantes y organizaciones civiles realizaron una marcha en Ciudad de México para denunciar un «empantanamiento» en la investigación, ya que no han recibido un informe oficial.

«Entendemos que las negociaciones están avanzando con los expertos independientes, pero queremos que les digan a los padres cómo van», abundó Rosales.

Y añadió: «Les recordamos que desde esa noche nuestros compañeros no aparecen y que ¡Vivos se los llevaron y vivos los queremos!».

Los estudiantes de la escuela rural del magisterio de Ayotzinapa «Raúl Isidro Burgos» fueron perseguidos y atacados por policías vinculados al grupo criminal Guerreros Unidos el 26 de septiembre de 2014 en la ciudad de Iguala.

Esa noche hubo seis muertos, tres de ellos estudiantes, además de los 43 desaparecidos.

Según el testimonio de algunos detenidos, los jóvenes fueron entregados por la policía municipal al grupo criminal, que los asesinó e incineró en un basurero. Los restos de dos estudiantes han sido identificados con pruebas de ADN, aunque uno de ellos sin certeza absoluta.

La versión de la incineración en el basurero, asumida el año pasado como propia por la fiscalía general, fue desacreditada por un grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

Los padres de los 43 jóvenes desaparecidos llegaron a las cercanías de la residencia oficial de Los Pinos, la casa presidencial, donde pretenden instalar un plantón indefinido.

Un cementerio clandestino

El reciente descubrimiento de dos restos óseos enterrados en fosas clandestinas en una comunidad del estado de Guerrero se suma a los más de cien cuerpos encontrados en esa entidad en el último año, convirtiéndola en una suerte de cementerio furtivo en el sur de México.

Con el descubrimiento en Carrizalillo, una comunidad de unos 738 personas que alberga un complejo minero de la canadiense Goldcorp, suman ya 117 cuerpos en lo que va del año, en su gran mayoría en el municipio de Iguala, según organizaciones civiles.

El más reciente hallazgo ocurrió la semana pasada, debido a las búsquedas realizadas por habitantes de la comunidad. Con este hecho asciende a siete el número de fosas y cuerpos encontrados en menos de un mes en Carrizalillo.

Personal de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO) había realizado los primeros trabajos de rescate de cuerpos, así como la toma de muestras genéticas a vecinos que tienen algún familiar desaparecido para realizar los comparativos.

Sin embargo, desde hace dos semanas los agentes federales y el equipo canino de apoyo abandonaron la comunidad, a pesar de que se han señalado al menos una decena de puntos en los que podría haber más fosas clandestinas con restos humanos.

«El personal de la SEIDO se retiró sin dar respuestas sobre los cuerpos y sin brindar apoyo para continuar las excavaciones en búsqueda de cuerpos en esa zona, debido al tema de desapariciones en los últimos años en la parte norte de Guerrero a manos de grupos criminales», dijo a dpa el comisario Nelson Figueroa.

La Procuraduría General de la República (PGR) ha informado de manera oficial únicamente el hallazgo de cinco cuerpos en Carrizalillo hasta el 6 de noviembre, debido a que dejaron inconclusas las excavaciones, por lo que la cifra no ha sido modificada.

Por ese mismo motivo, las osamentas humanas encontradas la semana pasada continúan en el lugar de la excavación, ya que los pobladores esperan el arribo de peritos para que se encarguen del resto del proceso de rescate de los restos.

Pero Carrizalillo no es el único lugar de Guerrero en el que se han hecho hallazgos recientes. El municipio de Iguala, en el norte del estado, también ha sido centro de descubrimientos de fosas clandestinas.

Durante el fin de semana, integrantes del Comité de Víctimas de Desaparición Forzada hallaron en la localidad de Tijerillas, en Iguala, un predio en donde encontraron al menos once fosas clandestinas dentro de las cuales peritos antropólogos forenses y personal de la PGR exhumaron un cuerpo.

El Comité, que nació luego de la desaparición hace un año de 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa a manos de un grupo criminal aliado con policías municipales, ha encontrado hasta la fecha 106 cuerpos en más de 300 fosas ubicadas en Iguala.

«Actualmente la PGR ha identificado solamente a 13 de los más de cien cuerpos que hemos descubierto en búsqueda de nuestros familiares. Somos alrededor de 450 familias que buscan a algún conocido desaparecido y todos los días viene gente a sumarse porque sufren la misma situación», señala Mario Vergara, portavoz del grupo.

Cifras oficiales de la PGR confirman que son sólo 13 el número de cuerpos identificados mediante diversas pruebas genéticas, de los cuales 11 han sido entregados a sus familiares y dos continúan sin ser reclamados.

Por su parte, a principios del mes la ONG Open Society Foundations criticó el sistema de justicia en Guerrero y dio a conocer los datos de un informe que revela casi 20.000 asesinatos denunciados entre 2005 y 2014.

Aunque muchas veces los familiares de desaparecidos acusan que se trata de «desapariciones forzadas», autoridades y asociaciones concuerdan en que la proliferación de fosas clandestinas y cuerpos sin reconocer son producto del crimen organizado y la lucha por territorios entre estos grupos.

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