Por CHRISTINE ARMARIO
LA HABANA / Agencia AP

Nací en Estados Unidos, pero mi familia se aseguró de que nunca olvidase que somos cubanos. Mi madre preparaba platillos como picadillo y ropa vieja. Mis abuelos hablaban casi exclusivamente español. Pero nunca visitamos Cuba, no tuvimos contacto con nuestros parientes de la isla, ni ningún recuerdo de familia, con excepción de un puñado de fotografías en blanco y negro.

Mi familia dejó prácticamente todo cuando se escapó de Cuba a comienzos de la década de 1960. Decidieron que el exilio era preferible al comunismo y juraron no regresar hasta que Fidel Castro hubiese dejado el poder. Rara vez hablaban en profundidad sobre sus vidas a 150 kilómetros (90 millas) de Miami, donde mis padres se conocieron y donde nací.

De niña, añoraba tener algún lazo con el país que era una parte tan vital de nuestra identidad. Jamás me hubiera imaginado que tomaría más de una década empezar a desentrañar el pasado de mi familia.

En 2003, cuando tenía 20 años, pasé seis meses estudiando en la Universidad de La Habana. Cuando le contaba a la gente que había nacido en Miami, hija de padres cubanos, me decían, «bienvenida a casa». Pero cuando trataba de escarbar el pasado familiar, no llegaba a ninguna parte.

La casa de la familia en La Habana había sido convertida en una escuela y no quedaba nada nuestro. En Cienfuegos, la ciudad del sur donde nació mi madre, encontré la casa en cuyo patio, según dicen algunos familiares, mi abuela Margarita había enterrado sus joyas antes de salir de Cuba con mi abuelo y sus tres hijos. La vivienda había sido transformada en una residencia para trabajadores portuarios. El patio estaba cubierto por cemento.

Regresé este año cuando Cuba y Estados Unidos empezaron a dejar atrás cinco décadas de animosidad. Pasé dos semanas trabajando en la isla con motivo de la visita del Papa Francisco. Armada de las habilidades que he desarrollado en trece años como periodista, armé una nueva lista de direcciones viejas y me escapé a algunos sitios donde alguna vez vivió mi familia.

Cuando llegué a la calle San Lázaro, una mujer se me acercó y me preguntó a quién buscaba. Le conté que mis abuelos habían vivido en una casa de esa calle.

-¿Cuál era su apellido?, me dijo.

-Armario.

-¿Los Armario? Viven allí, expresó, apuntando hacia una casa azul cruzando la calle. Una mujer bajita, de cabello blanco, me abrió la puerta.

-Hola, le dije. Mi familia vivió en esta calle y alguien me dijo que el apellido de ustedes es Armario.

-Sí, dijo ella. Soy Sonia Armario.

-Esto tal vez le parezca extraño, atiné a decirle. Pero yo también soy Armario.

La señora pareció tan confundida y emocionada como yo y me invitó a su casa. Poquito a poco fuimos armando la resquebrajada historia de nuestra familia.

Ella era hija del hermano de mi bisabuelo, un hombre del que jamás había oído hablar llamado Francisco Armario Caro. Francisco y mi bisabuelo habían sido muy allegados, me contó. Los dos trabajaron en la red de tranvías de La Habana y eran «como uno», según Sonia, comentario que me dio cierta tristeza al pensar lo duro que debe haber sido para ellos el distanciamiento.

Más triste todavía fue darme cuenta de que su historia se había perdido casi totalmente.

Cuando mi abuelo se fue de Cuba, su padre siguió viviendo en la misma casa con su hermano. Cuando todos sus hijos estaban en Miami, mi bisabuelo también se fue. Él y su hermano nunca volvieron a verse.

-No comprendo cómo puede ser que nuestras familias hayan perdido el contacto, le dije a Sonia.

-No podían estar en contacto, comentó uno de mis primos. La gente te tiraba huevos y piedras si estabas en contacto con los que se escaparon.

Sonia me hizo recorrer la casa, una vivienda pequeña, bien mantenida que, según ella, no tiene nada que ver con lo que era en la década de 1950. Los muebles habían sido cambiados, las habitaciones remodeladas. El techo de la sala de estar del frente se había venido abajo en los 70, y destruyó casi todo el piso de baldosas rojas y grises.

No quedó nada, además de nosotros, dijo Sonia.

Mi prima sacó una bolsa de plástico llena de fotos en blanco y negro, algunas de parientes que conocí en Miami, pero que nunca había visto de jóvenes, y otras de familiares que ni sabía que existían. El rostro de Francisco fue lo que más me conmovió. No sale sonriendo en ninguna foto de adulto.

Cuando regresé a Miami, conté a todos la historia de Sonia y les mostré las fotos de la familia. A mi abuelo y otros familiares con recuerdos de la isla, las fotos eran versiones desgastadas, crudas, del barrio y las casas que tanto quisieron. Algunos tenían vagos recuerdos de Sonia y de sus hermanas, aunque la mayoría no sabían nada de ellas. Se mostraron tan sorprendidos como yo de saber que había familiares en la isla.

Ahora sé que jamás podré terminar de armar el rompecabezas de mi familia. Los vínculos familiares quedaron enterrados por cinco décadas de conflicto y capas de cemento. Pero ahora conozco la historia de la familia.

Puedo imaginarme a mi padre en su juventud, con su hermano frente a la casa de la calle San Lázaro. Puedo imaginarme a Manuel y Francisco abrazándose por última vez. Y puedo imaginarme a mi abuelo disfrutando los bulevares llenos de árboles de La Habana y el hermoso Malecón mientras se dirigía al aeropuerto para no volver jamás.

Puedo imaginarme el dolor que deben haber sentido mis familiares al irse del país. Y el dolor de los que se quedaron y vieron como los demás se iban.

Al final de cuentas, la reconciliación interna de los cubanos requiere algo más que la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba. Pero me agrada saber que Sonia y su familia están allí, esperando, listas para el momento en que regrese el resto de la familia.

Nueva ola migratoria divide familias

El 14 de septiembre del año pasado Antonio Cárdenas y ocho cubanos empujaron mar adentro una balsa hecha con chatarra, encendieron su motor, que era de un tractor, y desaparecieron en medio de la noche.

A los pocos días comenzaron los rumores en Camagüey.

Una balsa destrozada había llegado a la costa sin pasajeros a la vista, contó un vecino. Agentes del Gobierno estadounidense detuvieron a un grupo de balseros, dijo otro.

Olea Lastre hizo la cuenta: el motor podía impulsar a su esposo, su hijo, su yerno y otros acompañantes al menos 16 kilómetros (10 millas) por día. Les debería tomar, a lo sumo, diez días llegar a Florida.

«Pensaba si mi papá estaría pasando frío», dijo Yusneidi Cárdenas con la voz quebrada. «Pensaba que ni sabían cómo nadar».

En el décimo día, a las cuatro de la mañana, Lastre se arrodilló y rezó. Sabía que si no escuchaba ese día que los hombres habían sobrevivido, se enloquecería.

Esa tarde sonó el teléfono. Las mujeres gritaron.

Habían llegado a salvo.

Un año después, ella y los seres queridos que los hombres dejaron atrás se preguntan cuánto tiempo pasará antes de que se puedan volver a reunirse en Estados Unidos. La distancia que los separa es grande y, en algunos sentidos, está aumentando.

Los Cárdenas son parte de una ola migratoria que no se ve desde hace al menos una década.

En los dos últimos años se calcula que 100 mil cubanos vinieron a Estados Unidos, legal o ilegalmente, según cifras compiladas por distintas dependencias del Gobierno estadounidense. Es una cantidad importante para una isla de 11 millones de habitantes. La mayoría se va a otro país de América Latina y después hacen un peligroso recorrido por tierra hasta la frontera entre México y Estados Unidos. Miles consiguen visas de reunificación familiar y viajan directamente a Estados Unidos. Quienes no tienen familiares en Estados Unidos, ni dinero, intentan llegar por mar, en balsas.

La partida de cubanos empezó a aumentar cuando el gobierno comunista eliminó el requisito de los permisos de salida, y se incrementó más todavía cuando Washington y La Habana anunciaron a fines de 2014 planes para poner fin a 50 años de hostilidades y restablecer relaciones entre los dos viejos enemigos de la Guerra Fría. Los cubanos temen que con el deshielo entre ambas naciones, los beneficios migratorios que gozan los cubanos al llegar a Estados Unidos se limiten o deroguen.

Casi 4.500 cubanos llegaron a suelo estadounidense en balsas, fueron interceptados por la Guardia Costera en el mar o pillados mientras trataban de irse a finales de septiembre. En total, la Guardia Costera ha interceptado más gente en el mar entre Estados Unidos y Cuba que en ningún otro año desde 1994. Y nadie espera que esas cifras bajen a corto plazo: más de cien personas trataron de llegar en balsas en los primeros cuatro días de noviembre, comparado con las 207 de todo noviembre del año pasado.

La llegada de más cubanos ha hecho a su vez que la isla reciba más dólares y bienes de consumo, que son vitales para la economía isleña. La partida de tanta gente, no obstante, se hace sentir de otras maneras en la isla pues ha exacerbado el éxodo de trabajadores y profesionales y acelerado la división de las familias. En los barrios se habla constantemente de los que se fueron.

Los residentes del condominio Mar Azul de Key Biscayne, en Florida, sacaron fotos con sus teléfonos cuando Antonio Cárdenas y sus ocho acompañantes enfilaron su balsa hacia tierra firme, dejando una estela de diésel detrás suyo.

Los hombres saltaron de la balsa y corrieron hacia la playa, a sabiendas de que bajo la política estadounidense vigente desde la década de 1990, quienes sean interceptados en el mar son devueltos a Cuba mientras que casi todos los que pisan tierra firme pueden quedarse en Estados Unidos.

«Bienvenidos a la tierra de la libertad», les dijo en español un empleado de mantenimiento del condominio.

El plan era sencillo al menos en el papel: llegarían a Estados Unidos, conseguirían la residencia legal en un año y, como han hecho tantos otros cubanos, traerían al resto de su familia.

A las pocas semanas, los hombres ya trabajaban en Miami y enviaban pequeñas cantidades de dinero a Cuba. La primera adquisición importante que hicieron fueron teléfonos celulares para toda la familia.

Para Yusneidi Cárdenas, el teléfono era particularmente importante. Estaba criando sola a un hijo de 2 años y no quería que Daikiel se olvidase de su padre, Maikel.

Cuando Maikel llamaba, hablaba con su hijo, que apenas balbuceaba palabras. Pronto el niño comenzó a preguntar por su padre.

Siete meses después de su llegada a Florida, Cárdenas recibió 38 mensajes de texto de una mujer que decía que ella y Maikel se había conocido en Facebook y habían empezado una relación.

«Puso que era soltero y conoció a una mujer», cuenta Cárdenas.

Esa noche, dijo la mujer, tuvo una breve conversación con Maikel, quien le confirmó que estaba con otra mujer y le colgó el teléfono. Indicó que desde entonces no ha tratado de hablar con ella de nuevo. Y su hijo ha dejado de preguntar por su padre.

Cuando llegó la noticia de que los nueve hombres estaban en Florida, decenas de jóvenes, hombres y mujeres, del barrio donde vivían en Camagüey comenzaron a construir balsas.

Individuos que vendían pan en las esquinas o que manejaban bicitaxis desaparecieron repentinamente. Las explicaciones que dan sus familiares son casi siempre las mismas: partieron hacia Estados Unidos.

Yoanni Guerra Garrido, de 35 años, formaba parte del grupo de Cárdenas, pero desistió de zarpar a último momento. Desde entonces ha intentado irse por mar tres veces.

Guerra calcula que unas 200 personas de Porvenir, un barrio de calles polvorientas con unas 1.500 viviendas, han tratado de irse en balsas. Agregó que unos 40 lograron llegar a Estados Unidos.

«Los viran (devuelven)», expresó, aludiendo al resto. «Hay otros que, a lo mejor, están desaparecidos».

En uno de sus intentos, Guerra y su esposa fueron pillados por la policía. En otros dos, su embarcación se rompió en el mar, una vez muy cerca de las Bahamas. Él y su esposa fueron rescatados y devueltos a Cuba.

«Es triste y difícil», manifestó Guerra. «Te da sed, te da hambre, te da miedo porque no ves nada, solo agua por todos lados. Y no es un barco de verdad, solo un poco de hierro».

Cada vez que lo ha intentado, Guerra ha sido detenido y él y su esposa fueron multados con 3 mil dólares. Guerra afirma que las autoridades cubanas lo hostigan, lo siguen a todos lados, y le dificultan trabajar. Trata de mantener a sus dos hijos criando cerdos.

«Ya no me queda nada», dijo Guerra. «¡Nada!».

Olea Lastre, una peluquera de 46 años, espera horas, que parecen días, en la casa azul de hormigón que construyó con su marido. Se mantienen en contacto a través de llamadas telefónicas y correos electrónicos.

Antonio Cárdenas, de 50 años, trabajaba en el campo y vendía mercancías en el mercado negro. Ahora le escribe a su esposa mensajes que dicen «eres mi todo» durante los recreos en la planta empacadora de carne que lo empleó en Oregón, donde se radicó con su hijo y un hijastro a través de una agencia de beneficencia.

En junio su hija Olia Cárdenas, de 18 años, comenzó a sentir fiebre y fuertes dolores de cabeza. Los médicos sospecharon que tenía dengue. Fue hospitalizada y estuvo inconsciente por una reacción alérgica a las medicinas.

Lastre nunca le dijo a su esposo lo grave que había estado la hija.

«Casi se muere», dijo Olea Lastre, moviendo nerviosamente sus dedos por el mantel de la mesa de la cocina. «Pasé por todo eso sola».

En febrero, Olea y otras mujeres de Porvenir, cuyos maridos están en Estados Unidos, contrataron a un profesor para que fuese a la casa dos veces a la semana a enseñarles inglés por cinco dólares al mes. Aprendieron los saludos y algunas frases que podrían ayudarlas a conseguir trabajo.

Pero hay días en los que Lastre teme que jamás volverá a ver a su hijo y a su marido. Tiene pesadillas en las que se imagina que algo terrible les ha sucedido. En esos días, Cárdenas la consuela.

«No te preocupes», le dice por teléfono, «que la vejez la vamos a pasar juntos».

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