Por Jan Kuhlmann
Erbil (Irak), Agencia dpa
Ese día se les hizo tarde, un error que pagarían caro. Cuando la milicia terrorista Estado Islámico (EI) arrasó en agosto pasado los pueblos yazidíes en el norte de Irak, sus habitantes huyeron aterrados. Los que partieron a tiempo, lograron llegar hasta las montañas de Sinyar, una altura árida, pero segura. También Malak y sus cuatro hermanos querían llegar hasta allí. Juntaron lo básico y lograron alcanzar los pies de las montañas. Pero entonces aparecieron los combatientes de EI.
A Malak le cuesta hablar de ese día y de los meses posteriores. Es una mujer valiente, de poco más de veinte años, mejillas redondas, cejas tupidas, voz firme. Lleva un vestido largo y la cabeza cubierta por un pañuelo. No quiere que se publique su verdadero nombre ni se difundan imágenes de su rostro. El miedo a los esbirros de EI la sigue persiguiendo.
Los extremistas detuvieron a sus hermanos ese día, hace casi un año. Excepto a uno, que logró huir. Malak no sabe qué pasó con ellos, pero lo más probable es que hayan muerto.
Desde esas semanas de agosto, en el norte de Irak tiene lugar un drama que los yazidíes tildan de genocidio. Como Malak y sus hermanos, miles de miembros de esa minoría religiosa cayeron en las manos de EI.
La mayoría de los hombres fueron al parecer asesinados. Las mujeres y las niñas quedan en manos de la milicia terrorista y son maltratadas, sometidas a abusos y vendidas por unos cuantos miles de dólares como esclavas.
Tras una odisea por varios pueblos del norte de Irak, Malak y su hermana fueron a parar a la ciudad de Al Raqqa, en el norte de Siria, tristemente célebre bastión de los extremistas.
En un edificio tuvieron que alinearse y presentarse, como ganado que se ofrece en el mercado. Había hombres que observaban a las mujeres y elegían a las que les gustaban. «Podían tomar a la que quisieran», dice Malak. «Era un regalo». Para parecer lo más feas posibles, las hermanas se habían ensuciado el rostro con arena. Fueron elegidas en último lugar.
Mientras Malak relata su calvario, su hermana menor, una mujer menuda y frágil, está sentada a su lado. Tiene la cabeza gacha, como si aún estuviera detrás de ella un miembro de EI presionándola. Todo el tiempo juega con los flecos de su chal, los aplasta, los peina. Casi no dice nada y cuando lo hace, habla con una voz tan débil que apenas se la entiende. A veces caen algunas lágrimas por sus mejillas.
Las hermanas fueron llevadas hacia el oeste del país, a las cercanías de la ciudad siria de Homs. Malak «pertenecía» a un marroquí de 60 años. Su hermana, a un checheno. Ambas cuentan poco de lo que pasó en ese tiempo. Muchas de las mujeres yazidíes esclavizadas no sólo llevan un recuerdo traumático con ellas, sino que además se sienten culpables porque fueron violadas una y otra vez.
«Casi todas las mujeres experimentaron violencia sexual», dice el psicólogo Ilhan Kizilhan, profersor en la Universidad Dual de Baden Württemberg. Kizilhan entrevistó a más de 400 yazidíes que fueron liberadas y trasladadas para su tratamiento a Alemania. En total, esa región alemana recibirá a mil mujeres hasta fin de año.
Las víctimas hablan de una violencia totalmente fuera de control. Una joven de 17 años, por ejemplo, fue «casada» doce veces durante su cautiverio, es decir, vendida. Casi diariamente era violada por hombres. A veces varios en una noche. Las víctimas padecen «trastornos post-traumáticos», dice Kizilzhan. «Tienen pesadillas, se desmayan o dan golpes a su alrededor». Algunas se suicidaron.
En la visión radidal que EI tiene del islam, los yazidíes son considerados infieles y adoradores del diablo. Con esa ideología, Kizilhan explica la violencia sin control de los extremistas. «Algo así sólo es posible si los supuestos infieles no son considerados seres humanos», explica. «Entonces tiene lugar una deshumanización. Se puede hacer cualquier cosa con las víctimas porque no existe la compasión».
También Malak lo vivió. Cuando se atrevió a defenderse de los golpes, su torturador la encerró junto con su hermana en una habitación oscura. «No vimos la luz durante semanas», relata Malak. Sólo tenían dos colchones para dormir. «En una ocasión no nos dejaron lavarnos durante 40 días». La oscuridad sólo terminó con la muerte del marroquí.
Malak y su hermana fueron vendidas en la ciudad de Deir al Zaur, en el este de Siria. Su nueva tarea era ser esclavas de un matrimonio con un niño pequeño. Con ayuda de traficantes de personas, lograron huir de allí de regreso al norte de Irak un día que la familia no estaba en casa.
Quienes las ayudaron habían sido pagados por yazidíes ricos. También la región autónoma kurda en el norte de Irak compra la libertad de mujeres. Se dice que paga hasta 10.000 dólares por prisionera. Tras más de nueve meses, terminó así el martirio de las hermanas.
Pero su sufrimiento continúa: las dos viven ahora en un campo de refugiados en territorio autónomo kurdo. Ya no tienen familia ni hogar ni perspectiva. A veces, relata Malak, piensa en vengarse. Su voz se quiebra y los ojos se le llenan de lágrimas. «Pero incluso si pudiera matar a todos los extremistas, eso no compensaría la muerte de mis hermanos».