El pasado lunes se conoció el informe de la Comisión Internacional de Derechos Humanos en el que indica que tras una visita a Guatemala en julio de este año, visualizan una crisis institucional que pone en riesgo la gobernabilidad en Guatemala por la persecución judicial a operadores de justicia, defensores de derechos humanos, periodistas y líderes sociales. Las pruebas existen y no solo son contundentes sino que se siguen incrementando, porque es obvio que en los últimos meses de gestión, los encargados de la persecución penal van a incrementar el acoso contra cualquiera que cuestione el poder casi absoluto que las mafias tienen en el país.
Según la Comisión la criminalización es posible porque el Ministerio Público, algunos sectores del Poder Judicial y otros actores “manipulan el aparato judicial con el objetivo de perpetuar la impunidad y la corrupción”. De hecho abundan los casos en los que se evidencia el interés de la Fiscalía General por crear casos en contra de cualquiera que resulte molesto por sus críticas y señalamientos, tarea que han desarrollado de manera tan burda como sistemática. Y aquí hay que recordar el rol que juega el círculo de Porras.
Guatemala enfrenta muchos problemas como consecuencia del control que sobre el aparato estatal ejercen los grupos que forman parte de esa multitudinaria alianza de personas que viven de la corrupción y no fue casualidad que los dos gobiernos anteriores, que destacan por el que parecía imposible crecimiento descomunal del robo de los fondos públicos, pusieron muy especial atención en el control del ente que tiene la responsabilidad de la investigación penal. Este Gobierno no ha atinado con las medidas para romper ese molde. El país prácticamente está cercado por el poder de distinto tipo de mafias que, además de perfeccionar un sistema de compras y contrataciones basadas en la mordida, se esmeraron por lograr la más absoluta impunidad y para ello era indispensable desmontar todo el trabajo profesional que podría hacerse desde el Ministerio Público.
La elección de Consuelo Porras para dirigirlo no fue una casualidad sino producto de un esfuerzo bien planificado y concertado. Tanto así que para su reelección se sabe que tuvo que suscribir un compromiso específico que ha venido cumpliendo al pie de la letra, como lo confirman los 690 días que han transcurrido desde que Giammattei y su mero Jefe (el jefe de jefes como él mismo se calificó) dejaron el poder. La ausencia de casos es la mejor muestra.
La CIDH realizó un trabajo de evaluación sobre el papel que juega el Ministerio Público y sus conclusiones resultan lapidarias y plenamente confirmadas porque la persecución contra operadores de justicia, defensores de derechos humanos, periodistas y líderes sociales es el tema central de la agenda de Porras y sus súbditos.








