Diseño La Hora / Roberto Altán

Las 54 vidas que se perdieron ayer en el trágico percance de un bus extraurbano deben convertirse, cada una de ellas, en poderosas razones para empezar a enderezar ese entuerto que dejaron en la Dirección General de Transportes (DGT), llamada a autorizar los buses que prestan el servicio extraurbano, pero que ha sido parte de ese trágico entramado de la corrupción y su fin principal pasó a ser cobrar mordida para dar cualquier autorización.

Hay demasiados factores que tienen que ver con la tragedia que hoy tiene de luto a todo el país, puesto que no se trata únicamente de un accidente, es decir de un hecho fortuito y casual, sino es consecuencia del descuido y desatención que se ha tenido frente a la problemática. Aparte de la dolorosa pérdida de tantas vidas humanas, tenemos que reparar en que el piloto de la unidad no conducía con una licencia profesional, requisito sin el cual la aseguradora no tiene la obligación de resarcir a las víctimas y, si nos atenemos a lo que ha sido la realidad en casi todos los casos, los dueños de la empresa tampoco lo harán.

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Inmediatamente después del accidente empresarios del transporte extraurbano afirmaron en una entrevista con Prensa Libre, en la que piden disminuir las regulaciones existentes y afirman que la antigüedad de los buses no es la causa de los accidentes, aunque en la misma entrevista admitan que las condiciones de las carreteras hacen que las unidades sufran más daños que los normalmente acumulados por esa antigüedad.

La DGT, como casi todas las instituciones públicas del país, se convirtió en reducto para la realización de toda clase de negocios y quienes extendían las licencias no consideraban nada más que el monto de las mordidas, en un juego en el que participaban la mayoría de los llamados dueños de las empresas del transporte extraurbano porque sabían que era la única forma de lograr que se les otorgara el permiso para operar. La actual directora de la entidad no solo ha emprendido una ruta diferente sino que ha presentado ante el Ministerio Público las denuncias correspondientes y falta ver si las mismas serán tramitadas con la velocidad y eficiente mostrada en el caso Semilla o con la displicencia comprobada en el caso de Giammattei y Martínez.

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Los ciudadanos no podemos permanecer de brazos cruzados cuando se confirma, sin lugar a la menor duda, el efecto terrible que tiene la corrupción sobre nuestra vida cotidiana y de qué manera quedan expuestas muchas vidas porque el Estado, en vez de cumplir sus funciones reguladoras, es simplemente la caja chica para hacer negocios.

Limitar las regulaciones, como piden los transportistas, no es la respuesta a la dramática situación evidenciada por la pérdida dolorosa de 54 vidas, daño de por sí irreparable, pero cuyas consecuencias se agravan por la inobservancia de la norma que requería la licencia profesional para conducir ese tipo de vehículos.

Redacción La Hora

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