Alfonso Mata

El elemento más sorprendente y significativo de la vida política en que vivimos no es una vida presidencial débil ni la forma fraudulenta sin fin que se utiliza para corregir la aritmética electoral y el ejercicio de gobierno. Lo más sorprendente es la teoría del apego Platónico de los abogados, las cortes, las instituciones representativas omnipresentes, abriendo solo una parte de las leyes en beneficio propio.

Justo en el momento en que los principios liberales son violados (en instituciones, asambleas, negocios, en la vida familiar, en forma individual) o se eluden los marcos constitucionales y del gobierno de la mayoría, que son los que se refieren a los valores permanentes de la democracia plural, todo se detiene y se considera quebrantable. La ley, ¿qué ley? Si las únicas leyes que existen inquebrantables, son unas pocas de la naturaleza, por tanto es puesta de cara a favor del que la infringe, que al final es su intérprete también.

Para comprender el funcionamiento de nuestro sistema político, primero tenemos que dejar a un lado las ilusiones y nuestra conducta a tientas etnocéntrica, para percibir las distorsiones sufridas por las instituciones de estado y la conducta ciudadana. De hecho un abismo separa la constitución escrita, de la práctica constitucional, pública o privada. Con eso es con lo que primero nos tropezamos, ¿Cómo transformar eso? En general hay que partir de algo, las dificultades de adaptación de la democracia en nuestro país, provienen de la falta de correspondencia entre la ideología de la misma, las estructuras públicas y las sociales. De tal forma que estabilidad del sistema político competente no es posible, porque se requieren actitudes y valores, en contradicción con la distribución del poder institucional, basado en ambiciones y caprichos y el social, subyugado por los otros. Francamente a lo que asistimos y somos testigos, es de una vida política, con clara separación entre ideología, condiciones democráticas y realidad social, marcada por intereses personales, relaciones de dominio rígidas, de intangible asimetría social y de desigualdades acumuladas.

Si se define la legitimidad de los gobiernos y el Estado, como la capacidad de hacer cumplir todas las decisiones, dentro de un marco ideológico marcado por la constitución, incluso cuando afectan a los intereses de ciertos grupos, se puede decir que cualquier concentración de poder, hace que sea ipso facto “ilegítima” cuando no refleja el equilibrio de poder o no cumpla con este último. En nuestro medio, el gran drama de la situación en ese sentido, es más grave y frecuente desde hace mucho, ya que los grupos dominantes, no han llegado a su posición de hecho, por procedimientos constitucionales legítimos y por lo tanto, deben controlar o influir en el Estado y forma de gobernar, de un modo u otro para permanecer, generando los niveles de violencia en que vivimos.

De tal forma que nuestra historia política, en términos de su proceder y de su comportarse, se caracteriza porque tiene distintos umbrales de intolerancia por los grupos dominantes y una especie de apertura apenas visible en que se acepta la intrusión del poder público. Tampoco cuenta con ejemplos de gobiernos legales y legítimos de conformidad con las normas constitucionales. Nuestros gobiernos entonces entran siempre cargados de sospecha y condenados a la ilegalidad, en la escena social y privada, antes de ser el blanco de intentos de desestabilización.

La cosa es grave, pues la acumulación histórica nos ha llevado a que se nos perciba e incluso a percibirnos como una nación violenta. Se hablaba desde nuestros abuelos, de una cultura de violencia política ligada a la de la sociedad civil. No hay duda de que los profesionales de la violencia se encargan de engañar a diestra y siniestra, desempeñándose en los ministerios, en las legislaturas, en las cortes, con un papel generalizado de especialistas y la inestabilidad política que surge de la ruptura del orden institucional, es un acto de violencia constante en calles e instituciones. La imposición de candidatos, la violación a las garantías y mandatos constitucionales, las distintas medidas excepcionales utilizada de forma continua, dependen fundamentalmente del uso de la fuerza con fines políticos. Ante ese estado de cosas, vivimos dentro de un Estado estructurado para beneficiar a algunos, en detrimento de otros, un Estado de violencia pero no democrático, pues ésta no existe.

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