Luis Fernández Molina
Más que tristeza me dio añoranza cuando vi publicada finalmente la esquela que confirmó los rumores que venían circulando. Había muerto un gran personaje, toda una institución. Un fiel compañero, casi cotidiano, por muchas décadas. A quien, en ocasiones, se le esperaba con ansias y por quien casi siempre, al llegar a casa, se preguntaba: ¿ya vino el cartero? Pero ya no vendrá más –a pesar del compromiso “que llueve, truene o relampaguee”–, ha desaparecido para siempre la representación física del último eslabón que nos conectaba con el mundo exterior.
El cartero fue una especie que no pudo subsistir en los nuevos escenarios de la evolución humana. A lo Darwin, no sobreviven los más fuertes sino aquellos que mejor se adaptan a las nuevas circunstancias. El servicio postal no pudo competir, ni de lejos, con las nuevas tecnologías de la comunicación. Cuando apareció el telegrama se consideró una amenaza para el correo físico, empero los mensajes se enviaban de una estación postal a otra que era receptora; en este lugar se imprimían, le hacían un doblez muy particular y los carteros los entregaban al domicilio del remitente. Por décadas el servicio se fue adaptando felizmente a las nuevas tecnologías desde el primigenio sistema de emisarios que corrían –de allí la palabra “correo”– y en entregas sucesivas llevaban el encargo hasta su destinatario. Llegaron los caballos, los trenes, los barcos, el citado telégrafo, la radio y siempre estaban a la par del correo. Pero ya no.
La valiosa carga la recogían en la central y la acomodaban en grandes alforjas de cuero que adaptaban a sus bicicletas o colgaban de sus hombros. Lo más preciado eran las cartas personales, las del ser amado que había viajado a Europa, o del hijo que estudiaba y estaba en Estados Unidos, o la hija que vivía en Chile. No había forma de saber de ellos (las llamadas internacionales que se implementaron en los setentas, eran todo un protocolo). La espera, nutricia fecunda de sueños e ilusiones, de noches de fantasía, se colmaba con la llegada de la ansiada carta. La actual comunicación inmediata ha cortado el oxígeno a esa imaginación de la expectación.
El servicio postal había venido siendo un estandarte de los países. Era una función típicamente estatal y monopólica. Presumían los gobiernos con sus respectivos servicios postales y con sus estampillas (sellos). Toda ciudad que se preciara debía tener un “palacio” de Correos como el nuestro en la zona 1; igualmente en Madrid, Buenos Aires, México, Managua, Santiago, etc. Eran edificios imponentes y dominantes. Era además un serio compromiso de los estados, compromiso que se mantiene vigente, no tanto por la atención y derecho a los nacionales internos como a los ciudadanos de otros estados que hacen envíos al país. La Unión Postal Universal es un antecedente, desde 1874, de todos los acuerdos internacionales: comerciales, marcarios, tecnológicos, etc. de hoy día.
El servicio postal comprende la entrega de documentos (revistas, publicidad, etc.) y de envíos. Los primeros contienen información que ha absorbido por completo el internet. La entrega de paquetes va en aumento vertiginoso pero lo desarrollan entidades privadas mercantiles, impulsadas por la tendencia de compras en línea.
La última intentona del moribundo correo fue otorgar concesión, pero ya no hay interesados; no es rentable. Por ello se esfuma el cartero y se lleva en su bolsón las tarjetas de Navidad, las postales de viaje, las invitaciones y a aquellos dedicados filatelistas que, con sus valiosas colecciones lupas y pinzas, igualmente se esfuman en el tiempo.







