René Leiva
Mi consuetudinaria búsqueda, a veces solapada, de significados olvidados o ignorados no dio oportunidad a la polilla, ni de lejos, para hincar sus ciegos colmillos en el papel impreso de hacinados conocimientos concisos. Vivió en ayunas. ¿Qué fue primero, el libro o la polilla?
La polilla, más bien, incursiona en anaqueles dormidos en compañía del polvo silencioso, en el libro amortajado por el olvido, en el papel expuesto al ilustrado vandalismo del insecto. La polilla traza el enigma de sus caprichosos vericuetos, describe la pista de su destino en simultánea digestión de las palabras… Polilla analfabeta.
Qué imposible banquete de años y de huellas digitales segmentadas, qué frustrada comilona de espejos y de signaturas, qué malogrado festín de un solo aliento en la tiniebla.
(El diccionario interior, personal, íntimo, que cada lector – -y no lector- – posee, editado por su propio criterio, cultura, experiencia… También con su polilla y sus páginas desgastadas. Del que echa mano inconsciente el pensamiento, el habla, la escritura, los sueños, a veces.)
Cuando no había diccionarios editados ya existía el léxico mental y virtual, obviamente restringido y fragmentario, como una de las más prodigiosas herencias humanas, milenaria.
Palabras hay, sabido es, que pareciera no necesitan de un significado expreso y estampado, aunque ciertamente lo tengan y contengan, que se bastan a si, solas, aisladas, islas ellas mismas, cuya definición más bien las empobrece, y desilusiona, desencanta…
La definición, a veces, como un ropaje demasiado postizo y ornamental… Camisa de fuerza a la imaginación, o mordaza de fábrica, patentada por la academia.
Y definición no debe ser poner fin al significado, aunque la propia palabra definición contenga el lexema que termina, remata o pone fin (provisional) al término…
(Si algo gustan las palabras, como muchachas en flor, es jugar desnudas al escondite y a quién sale primero del laberinto.)
Se sabe de algún diccionario que ha sido leído por alguien como si dicho volumen fuese una novela redactada en diminutos episodios no vinculados precisamente. Al cabo de varias décadas yo creo haber leído mi Campano Ilustrado literalmente de la zeta a la a, pasando por todas otras partes, entre saltos, reptaciones, vuelos dislocados.
Y necesitaría otra vida para conocernos mejor.
Muchas veces he sentido, pensado, visto y tocado mi Campano como algo diferente a un libro… A nada comparable porque nada que yo conozca hay parecido a su historia personal, a su destino inconcluso. ¿Su envejecimiento lo hizo evolucionar a un estado cuasi etéreo pero sin ocultar su deterioro, sonriente anciano lexical que muere porque no muere?
Más que un libro, otro planeta gemelo de la Tierra, con su atmósfera alimenticia y su necesaria Luna… Ah, la hipérbole afectiva.
¿Qué quiero saber?







