*María Guerrero Escusa
Adela es una mujer de 43 años, está casada desde hace 15 y tiene dos hijos de 9 y 12. Es una mujer que resulta agradable, siempre tiene una espléndida sonrisa para todo el mundo, no discute de nada y acepta lo que le digan con agrado.
Un día sus hijos llegaron del colegio a la hora de comer, llamaron al timbre y al ver que nadie abría la puerta, usaron la llave, para las emergencias, que estaba metida en una bolsa oculta de la tierra del macetero. Y entraron. Todo estaba en silencio. ¡Mamá, mamá! Mamá no contestó.
Esa mañana se había arreglado el pelo, se pintó los labios con su carmín rojo favorito, se puso su vestido azul turquesa, con el que siempre solía vestirse cuando quería sentirse especialmente guapa y se calzó los zapatos de tacón a juego. Se sentó en su sillón, vació en su mano un bote de pastillas, se sirvió un vaso grande de agua para ayudarse a tragarlas y se quedó dormida. Allí, inerte, la encontraron los atónitos ojos de los pequeños.
Adela sobrevivió oculta detrás de mil máscaras de colores diferentes, según la ocasión, para tapar su angustia, la vergüenza de sí misma, tapándose y tapando a su familia tras máscaras de una perfección imposible de alcanzar. Tapando realmente su humanidad y la de los suyos, esa humanidad que nos hermana y nos une porque nos hace semejantes. Adela murió como vivió, adornada, sola, encerrada en un mundo de fantasía que había creado para ella en el que “todo” era perfecto y ordenado.
Las máscaras que utilizamos los adultos son directamente proporcionales al dolor que ocultamos por no haber sido queridos, mirados, escuchados, tenidos en cuenta y cuidados cuando éramos pequeños.
En palabras de Oscar Wilde “para la mayoría de nosotros la vida verdadera es la que no llevamos”. Fingimos todo el tiempo, todos fingimos con el único objetivo de ser aceptados, así lo aprendimos para ajustarnos a las exigencias que demandaba el ambiente en el que nacimos. Nos pusimos la máscara de lo que se esperaba que fuéramos para sentirnos seguros y queridos, hasta tal punto que terminamos mimetizándonos con ella y perdiendo nuestra identidad, actuando según se esperaba y asumiendo un papel que, precisamente, es el causante de nuestro descontento y nuestra desdicha, porque nos terminamos convirtiendo en personas rígidas e inflexibles y poniendo serios límites a nuestro crecimiento. Con las máscaras que usamos bloqueamos nuestra experiencia, no ponemos en juego nuestras potencialidades y nos impedimos evolucionar.
Si la Adela de nuestra historia se hubiera atrevido a quitarse las máscaras de exigencia y perfección, tanto para ella como para su entorno ¿Se habría quitado la vida? Seguramente no. Habría vivido según sus propios parámetros, con sus propios límites y habría entendido que para ser una persona feliz no es requisito imprescindible ser perfecta, ni tener un marido perfecto ni unos hijos perfectos ni una familia perfectamente perfecta. Habría tenido la oportunidad de amar a los suyos tal y como son desde quien ella es y recibir su cariño desde quienes son ellos. Seguramente habría incorporado las limitaciones, que nos son propias a todos, como parte natural de las personas “normales” en proceso de evolución permanente, que se ajusta al cumplimiento de las “tres P”: Proceso, Poco a poco y Paso a paso.
“Todos usamos máscaras, pero llega un momento en el cual no podemos quitárnoslas sin quitar un poco de nuestra propia piel” decía André Berhiaune.
Quitarnos las máscaras significa deshacer los nudos que nos aprietan y levantar las prohibiciones que nos encadenan a vivir en la mentira, escondidos de nosotros mismos y con miedo de ser quiénes somos y de que los otros descubran nuestra falsedad.
Para deshacer el engaño, es necesario conectar con nuestro coraje y reconocer lo que está en nosotros, lo que nos es genuino, para recuperar el valor y lanzarnos a vivir desde quiénes somos, exponiéndonos a triunfar y a fracasar, a tener sentimientos de felicidad o de tristeza, a recibir alabanzas y críticas.
*Psicóloga, profesora Universidad de Murcia