El editorial de La Hora de este fin de semana nos invita a reflexionar sobre el tipo de sociedad que anhelamos y, en última instancia, quiénes queremos ser como pueblo. Mientras José Luis Benito intenta recuperar sus maletas mal habidas —aquellas que Juan Francisco Sandoval descubrió con integridad, sin apropiárselas—, el país permanece bajo el control de redes corruptas.
Existe una diferencia abismal entre fiscales como Juan Francisco Sandoval y los de la CICIG, y los actuales; como la hay entre la mayoría de los guatemaltecos honestos y aquellos que han saqueado la cosa pública. Esta es la reflexión esencial en estas fechas: ¿deseamos un país donde prevalezca la honestidad, donde se castigue a los ladrones y corruptos, y donde la justicia no sea un instrumento al servicio de los poderosos?
El descaro con que los corruptos retienen lo robado nos indigna aquí, como en cualquier parte del mundo. Sin embargo, la democracia —ese gobierno del pueblo y para el pueblo— parece eludirnos, debilitarse. La disfrutamos brevemente durante nuestra primavera democrática de la Revolución de Octubre de 1944, pero desde la intervención extranjera de 1954 y la larga guerra civil, solo hemos conocido simulacros e imitaciones falsas de un sistema verdaderamente democrático.
Con las investigaciones de la CICIG, vislumbramos una luz al final del túnel antidemocrático. Todo convergió para actuar: la brillante Plataforma Nacional para la Reforma del Estado, impulsada por la Universidad de San Carlos, se convirtió en el espacio ideal. Durante meses, en el hermoso Paraninfo, universitarios, grupos indígenas organizados y sectores de la sociedad civil propusimos salidas a la crisis, precisamente cuando Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti enfrentaban la justicia.
Mientras discutíamos reformas profundas, sectores corruptos —guiados por oligarcas influyentes y sus aliados— trazaban un plan meticuloso para recapturar el sistema de justicia, incluyendo la cooptación de instituciones clave como la Universidad Nacional y el Ministerio Público. Se organizaron con precisión, respaldados por académicos financiados, funcionarios e ideólogos, para recuperar el control perdido.
Un sector de la Plataforma advertía que no podíamos avanzar a elecciones bajo una Constitución que perpetuaría la corrupción. Nuestro lema era: «Bajo estas condiciones, no queremos elecciones». Lamentablemente, no prevalecimos, y las elecciones reprodujeron el sistema viciado. Así, perdimos otra oportunidad histórica, y hoy vivimos las consecuencias del plan que, en 2015, llevó a la expulsión ilegal de la CICIG.
Metafóricamente, atravesamos el día de menos luz democrática, como este solsticio de invierno del 21 de diciembre, cuando el hemisferio norte recibe la menor iluminación del año.
Guatemala no es un caso aislado: en muchos países, incluida nuestra región centroamericana, la democracia retrocede ante autoritarismos y privilegios arraigados. El camino para construirla no es sencillo. Comienza en lo local —en el hogar, el barrio, la escuela—, aunque pocos educadores, provenientes de entornos autoritarios, saben fomentarla. Luego, se extiende a lo nacional, pero requiere primero una nación unida. En este «país no país» nuestro, como lo llama Carolina Escobar Sarti, los grandes ricos —heredados o enriquecidos por el robo— defienden privilegios, vendiendo falsas narrativas con todas las herramientas a su alcance, incluso la inteligencia artificial y sus portavoces, para desanimarnos: que la democracia no funciona, que no vale involucrarse en política. Todo eso es mentira. La verdad es que sí se puede —y se debe— construir democracia.
Es hora de edificarla sin miedo, como le decía el príncipe de Zunil, Witizil Sunum, a Tecún Umán: «Arriba Tecún valiente, no temáis al enemigo, recordad que estoy contigo que soy Witizil Sunum».







