Aprendí de economía antes de saber que eso era economía. No en un aula ni con libros, sino vendiendo en la calle.
Un amigo de mis padres, Mario Galindo Martínez, me dio mercadería para vender. Busqué a un amigo que ya había iniciado su propio negocio, hoy el ingeniero químico Luis Alfonso Cruz y nos asociamos. Yo me encargaba de vender como ambulante. Ofrecíamos cafeteras en salones de belleza, radios de transistores, pañuelos de seda y, sobre todo, suéteres. Nada sofisticado, pero profundamente revelador.
Los suéteres los comprábamos en un almacén llamado Ricarte, en la sexta avenida entre la 15 y la 16 calle. Cada uno costaba Q4 y lo vendíamos en Q7. El margen parecía bueno. El sistema de venta era simple: Q3 de enganche y Q1 mensual. Según nuestros cálculos, al mes siguiente ya habíamos recuperado el costo y el resto era ganancia.
Vendíamos muchos, muchísimos, sin embargo, al poco tiempo la sensación era de fracaso. Debíamos dinero, no alcanzaba para reponer inventario y todo indicaba que el negocio iba mal. Pensábamos que estábamos quebrados.
La realidad era otra.
El negocio no perdía: estaba ahogado por falta de liquidez.
El dinero entraba lento y salía rápido. Vendíamos, pero no cobrábamos a tiempo. No teníamos capital de trabajo. Fue ahí cuando entendí, sin libros ni teoría, una lección fundamental, un negocio no quiebra por falta de ventas; quiebra por falta de flujo de caja.
Aprendí que vender no es lo mismo que cobrar, que la utilidad en papel no paga cuentas y que el capital de trabajo es el oxígeno de cualquier empresa. No necesité estudiar economía para comprenderla; la entendí en la práctica, debiendo y resolviendo. Esa experiencia temprana me dejó una certeza que nunca olvidé: la economía real se aprende haciendo, y los errores bien entendidos son la mejor escuela para cualquier emprendedor.
Hoy, décadas después, veo a Guatemala reflejada en aquel pequeño negocio juvenil.
El país vende, pero no cobra bien. Produce, pero no convierte recursos en bienestar. Tiene ingresos por exportaciones, agricultura, remesas. Estas generan reservas monetarias y liquidez acumulada, pero carece de flujo de efectivo hacia la gente. El Estado funciona como aquel emprendimiento: aparenta actividad, pero se asfixia por una mala administración del capital de trabajo social.
Guatemala no es un país sin dinero; es un país sin capacidad de transformar ingresos en desarrollo. Hay recursos, pero no circulan donde hacen falta: salud, educación, infraestructura básica y oportunidades productivas. Como en aquel negocio, el problema no es cuánto entra, sino cómo y cuándo se usa.
La lección sigue siendo la misma, solo que a escala nacional, sin liquidez social no hay desarrollo, y ningún país progresa si no aprende a administrar su propio flujo de recursos con responsabilidad, visión y sentido humano.







