Luis Fernández Molina
Las leyes de trabajo germinaron con los grandes avances que se produjeron con la llamada Revolución Industrial a mediados del siglo XIX, y desde entonces han acompañado los avances sociales. Ese momento histórico se dio cuando el ingenio fabricó las máquinas que habrían de sustituir y complementar la mano de obra humana; la máquina de vapor y los telares. Rugieron las factorías y se aglomeraron miles de asalariados alineados a lo largo de las naves industriales. La producción de bienes aumentó exponencialmente y los países más ricos se dieron a la tarea de buscar y «abrir» mercados en todo el mundo.
Pero las máquinas, no operaban solas (faltaban dos siglos para la robotización). Requerían personas que, pegados en sus lugares de trabajo, meas o sillas, realizaban por horas interminables alguna de las funciones mecanizadas, repetitivas, acaso deshumanizadoras. Al principio los obreros llegaron entusiasmados a los talleres, el silbido de las fábricas sedujo a quienes vivían en el campo. No eran sirenas industriales, eran como aquellas sirenas mitológicas que embelesaban proclamando maravillas.
En lo profundo de las montañas y praderas los aldeanos no tenían terrenos propios y los terratenientes, con el nuevo invento -el alambre de púas- extendían y limitaban sus territorios. Coincidentemente, las condiciones climáticas fueron desfavorables y afectaron muchas cosechas (de papa por ejemplo); brotaron las enfermedades y las condiciones en el campo cada vez eran más precarias. Muchas familias irlandesas e inglesas emigraron a Estados Unidos pero quedaban millones sin posesiones para cultivo y sin posibilidades de conseguir un trabajo en la campiña.
En ese lúgubre escenario del campo, las ciudades se publicitaban, contrariamente, como paraísos. Todos hablaban maravillas de los edificios, casas, parques, coches (carros); de la amplia oferta de diversión: iglesias, museos, circo, teatro, espectáculos de variedades, encuentros deportivos, etc. Había alumbrado público (al principio de aceite, gas y como última novedad la electricidad). Podían atisbar, aunque sea de lejos a la familia real, altos mariscales o algunos nobles destacados. En otras palabras en las grandes ciudades no había espacio para el aburrimiento como en las tediosas tardes en el campo. Todo ello sonaba a música en los oídos de los desposeídos.
El escenario estaba preparado para lo que los historiadores identifican como la primera fase de la citada Revolución Industrial. Los empresarios abrían nuevas fábricas con maquinaria de última tecnología y solicitaban operarios, competían entre ellos para contratar gente; en esa primera fase se decía: «cinco empresarios corrían detrás de un trabajador». Pero la atracción de la ciudad se volvió un espejismo, un hechizo que se desvaneció y la situación del campo era irreversible y cada vez más calamitosa. El flujo de migrantes hacia la ciudad aumentaba y llegó a un punto en que no se podía detener. Tan fuerte ha sido esa marea humana que hoy día, dos siglos después, las grandes metrópolis sufren ese incontrolado desplazamiento con sus lamentables consecuencias: En primer lugar se forman los círculos de pobreza, las barriadas insalubres, los asentamientos paupérrimos, caldos de cultivo donde fermentaba el descontento y se nutría la rebeldía social; jóvenes frustrados, maras, etc.
Esa avalancha humana arrastró miles de operarios a las puertas de las fábricas y el equilibrio contractual se empezó a decantar a favor de los empresarios. Ya no había plazas nuevas sin ocupar. El cupo estaba lleno pero siguieron llegando -imparables- las personas que nada perdían dejando sus precarias posesiones en el campo. Entonces ya no eran los empresarios los que «perseguían» trabajadores; eran los trabajadores los que perseguían empleadores, hacían cola para optar a un puesto de trabajo que, en otras palabras, era un salvavidas para sobrevivir en el embravecido ambiente. (Continuará).