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La idea de que incluso la guerra debe tener reglas, a primera vista, parecería un contrasentido. Sin embargo, desde tiempos remotos las grandes civilizaciones han intentado contener la violencia y la crueldad mediante normas que responsabilizan y hacen saber a los combatientes que, aún en el caos y la neblina del combate, hay límites que no pueden cruzarse. Lo que hoy conocemos como crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad son el resultado de un largo proceso moral, jurídico y político que solo ha cristalizado plenamente en los siglos veinte y veintiuno, después de dos guerras mundiales y otros conflictos locales expuestos de inmediato por los avances tecnológicos, que han obligado al mundo a definir con claridad qué actos no pueden ser tolerados en ninguna circunstancia o pretexto.

Hoy el tema cobra extrema urgencia tras los letales ataques de los Estados Unidos a pequeñas embarcaciones en aguas internacionales en el mar Caribe y las órdenes de los mandos superiores de no dar cuartel a los sobrevivientes, violando así las normas del derecho humanitario. 

Los antecedentes se encuentran ya en textos antiguos. El Manusmriti y el Arthashastra hindúes, redactados siglos antes de la era cristiana, establecían restricciones al trato de civiles no combatientes, al uso de armas engañosas y a la destrucción indiscriminada. En el mundo islámico, diversos preceptos prohibían dañar a mujeres, niños y ancianos. En Europa, durante la Edad Media, la Iglesia promovió la “Paz de Dios” y la “Tregua de Dios”, intentos por contener la extrema violencia y proteger a quienes no participaban en los combates. Aunque valiosas, estas normas eran locales, fragmentarias y, sobre todo, difíciles de hacerlas cumplir.

Un salto decisivo ocurrió en el siglo XIX. Tras presenciar la devastación y el sufrimiento de los heridos tras la batalla de Solferino en 1859, el suizo francés Henry Dunant impulsó la creación del Comité Internacional de la Cruz Roja y la Primera Convención de Ginebra de 1864, que estableció la obligación de atender a los heridos sin distinción. Fue el punto de partida para la construcción de un derecho internacional humanitario moderno. A finales de ese siglo, las Conferencias de La Haya de 1899 y 1907 produjeron los primeros códigos universales que regulaban la guerra terrestre y marítima, prohibían ciertos armamentos, protegían a prisioneros y civiles y delineaban responsabilidades estatales. Por primera vez existían normas escritas, aceptadas internacionalmente, sobre las conductas permitidas en la guerra.

Pero había un vacío crucial: aunque los tratados definían infracciones, no existía un mecanismo para responsabilizar penalmente a los individuos por violarlas. La Primera Guerra Mundial reveló esta carencia. El uso masivo de gases tóxicos, las deportaciones y el genocidio armenio mostraron lo limitado del sistema. Tras la guerra hubo intentos de celebrar juicios internacionales, incluido uno contra el emperador alemán Guillermo II, que nunca se concretaron por razones políticas. El mundo tendría que esperar una tragedia aún mayor para sentar las bases de una justicia penal internacional efectiva.

Ese punto llegó con el final de la Segunda Guerra Mundial. El Holocausto judío, los bombardeos indiscriminados y el exterminio sistemático de poblaciones civiles llevaron a los Aliados a crear los Tribunales de Núremberg y Tokio. Por primera vez se juzgó a individuos —generales, altos funcionarios, ministros y burócratas— por tres categorías de delitos: crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Esta última figura, inédita hasta entonces, estableció que ciertos actos atroces son punibles incluso cuando se cometen contra la propia población de un Estado. El mensaje fue claro: la soberanía no puede ser un escudo para la barbarie y la crueldad.

Tras la Guerra Fría, nuevas tragedias humanas volvieron a poner a prueba la capacidad del derecho internacional. Las limpiezas étnicas en la ex Yugoslavia y el genocidio de Ruanda llevaron al Consejo de Seguridad de la ONU a crear tribunales penales en 1993 y 1994. Su jurisprudencia afinó conceptos fundamentales: la responsabilidad de los mandos superiores por actos de sus subordinados, la violación como arma de guerra y la persecución por motivos étnicos o religiosos como crímenes de lesa humanidad. Estos fueron pasos decisivos para cerrar lagunas legales y consolidar estándares internacionales.

Finalmente, en 2002 entró en vigor la Corte Penal Internacional (CPI), el primer tribunal penal permanente con jurisdicción sobre genocidio, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y, desde 2018, el crimen de agresión. Su creación representa la culminación de un proceso histórico destinado a garantizar que ningún líder, por poderoso que sea, quede fuera del alcance de la justicia internacional. Sin embargo, su efectividad sigue limitada por la ausencia de las tres grandes potencias entre sus miembros, los Estados Unidos, China y Rusia, así como por la inevitable influencia de la geopolítica en la cooperación de los Estados miembros.

Aun con estas limitaciones, la existencia de categorías como crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad ha transformado la manera en que el mundo entiende la responsabilidad de los individuos y de los gobiernos. Su historia es, en última instancia, la historia de un límite que la humanidad ha insistido en preservar incluso en sus peores momentos. Estos límites, imperfectos pero indispensables son hoy uno de los pilares éticos y jurídicos del orden internacional vigente y un claro recordatorio de que, sin ellos, la guerra se convertiría en pura y cruel barbarie en la que nadie gana.  

Roberto Blum

robertoblum@ufm.edu

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