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Don Carlos Herrera era un hombre que tenía un alambique en vez de intestino, hasta que llegó al estado de delirio; y pese a su estado etílico permanente, era muy dado a contar historias reales o verdaderas, en especial las que le sucedían cuando se lo tragaba el mar. Conocía todas las cantinas de este municipio y las de pueblos aledaños y platicaba encantos de un estanco en la aldea Nancinta, porque allí le servían botanas de armadillo asado.

Cada año, para el sábado de Gloria y después de oír el testamento de Judas, su proeza de cada año, era irse a las playas de Monterrico o Las Lisas y nadar unas cuadras más allá de la reventazón, hasta perderse de la vista de los que se bañaban en la orilla, donde solo habitan los cangrejos playeros. La última vez que se le vio en la lejanía, solo se distinguía la cabeza como un coco seco que jugueteaba en donde las aguas son tranquilas,  allá por la línea en donde solo se ven los grandes barcos que van rumbo al Puerto.

La última vez que se perdió de vista, todos pensaban que se había ahogado, pues con la resaca de toda la Cuaresma, quizá las fuerzas ya no le respondían para ir y venir de esas enormes distancias; pero, sin que nadie se diera cuenta, el mar lo sacaba a la orilla y lo encontraban roncando boca abajo. Cuando le preguntaban qué había más allá del horizonte, la gente creía que eran delirios y él pensaba que contar sus experiencias era una perdedera de tiempo; así que, mejor guardaba silencio.

Cuando al final de cuentas se lo llevó la muerte, no fue entre las olas del mar, sino que lo encontraron doblado en un sillón del corredor de su casa, entre un fuerte tufo a guaro viejo. En las manos sostenía un cuaderno y un lápiz, dejando escritas todas las historias de sus experiencias de mar adentro.

Contó que había parlamas del tamaño de un elefante y que se subía al lomo y se sentaba a ver cómo jugueteaban los delfines que se le acercaban para que les rascara la cabeza; o cuando le pasó cerca una ballena azul con toda la boca abierta en donde los peces se le metían hasta la garganta para comerse las garrapatas que habitan en el agua salada.

 En otra oportunidad, vio una langosta como de metro y medio de largo y cómo un tiburón martillo se la quería almorzar; pero, la langosta abrió sus grandes tenazas y lo partió en dos, de manera que los demás tiburones optaron por retirarse. Al arreciarle la goma, se agarraba de dos delfines y éstos lo llevaban hasta la playa, en donde se quedaba dormido.

 Cuando el enfermero del Centro de Salud hizo el informe forense de la causa del deceso, leyó el cuaderno y le comentó a su ayudante que esas historias las suelen inventar los que después de tanto trago, terminan con esos fantásticos delirios, parecidos a los de los escritores de novelas que suelen imaginar cosas anidadas en su pensamiento. 

René Arturo Villegas Lara

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