Durante generaciones se glorificó una narrativa peligrosa: el dentista profesional exitoso o el médico, es el que no descansa, el que no falla y el que siempre está disponible. Se aplaudió la guardia interminable, la doble jornada como “rito de honor” y el agotamiento como sinónimo de compromiso. Mientras tanto, nadie enseñó a construir patrimonio desde joven, a planificar su retiro ni a cultivar una identidad propia fuera de la profesión. El descanso se volvió motivo de culpa; hablar de dinero, un tema casi prohibido; y el autocuidado, una asignación inexistente en el pénsum emocional de la carrera.
A mí me lo explicó la mejor cátedra de vida que tuve: la voz de mi papá, el Dr. Rafael Mejicano Paiz. Después de visitarme en la clínica, al verme progresar, me dijo con serena firmeza: “Te estás haciendo rico, y no hay peor desgracia que ser rico”. No hablaba del dinero, sino del peligro de confundir éxito con acumulación vacía si no hay riqueza humana alrededor. Luego me dio la definición que realmente importa, la que ningún aula enseña: “La riqueza en la vejez es ver a tus hijos felices. Para eso hay que guiarlos, que se realicen, que sepan ser felices”. Fue la lección que reordenó mi brújula, no la que destruyó mi éxito, sino la que le puso alma.
También la historia me educó. Cuando me gradué, un odontólogo mayor me vendió un aparato de rayos X y me confió su clientela, casi todos dentistas ya mayores, los visité uno por uno. Allí vi lo que más tarde reconfirmaría en la medicina en general, el fracaso no nacía de lo clínico, nacía de lo personal. El licor como refugio emocional, la vida sentimental desordenada, la falta de propósito propio, la ausencia de previsión económica y la incapacidad de imaginar la vida sin la bata. Eran profesionales atados a una estructura que no los entrenó para parar, ahorrar o reinventarse.
Hoy, 40 años después de esas conversaciones formativas, puedo afirmarlo con autoridad de experiencia personal: no me retiré para alejarme de la medicina; me retiré porque la entendí mejor. Porque comprendí que servir no es sinónimo de destruirse, y que el éxito real no es durar más años trabajando, sino llegar al retiro por elección y no por necesidad, con patrimonio planificado, identidad propia, salud física y emocional intacta, una familia feliz y encaminada. Ese, al final, es el indicador que nunca falla: el que mide libertad y realización.
Este debate no pertenece solo al consultorio o a la clínica privada. Nos compete como nación mesoamericana y centrocaribeña que abrazaron la profesión como armadura emocional y destino económico. La salud pública de Guatemala necesita profesionales completos, no mártires. Por eso el cambio debe empezar en la raíz del sistema, en las facultades donde se forman los jóvenes, y en los colegios profesionales que luego certifican su práctica. Debemos incorporar bienestar emocional, mentoría interprofesional e inteligencia financiera temprana como indicadores de éxito legítimo. No para producir “ricos”, sino para producir dentistas libres, realizados y humanos, capaces de curar sin empobrecerse a sí mismos en el camino.
Si no cambiamos el modelo cultural que glorifica el agotamiento y castiga la planificación de la vida personal, seguiremos viendo curaciones de pacientes y empobrecimientos de profesionales. Si la medicina no aprende a cuidarse como sistema, la desgracia no será dejar de florecer, sino no poder parar nunca. Ese modelo, como país, ya no puede esperar.







