En las últimas décadas, Guatemala ha visto el crecimiento acelerado de instituciones de educación superior, muchas de ellas con discursos ambiciosos sobre excelencia, libertad académica y compromiso con la sociedad. Sin embargo, en el ámbito de las ciencias de la salud —especialmente en Medicina y Odontología— se ha vuelto evidente una contradicción que preocupa a docentes, profesionales y estudiantes: la sustitución de la misión académica por la lógica del mercantilismo.
La formación de un médico o un odontólogo exige rigor científico, supervisión clínica, infraestructura adecuada, ética profesional y una profunda responsabilidad social. Nada de eso es negociable. Estas no son carreras donde se pueda improvisar o maquillar deficiencias con gestiones administrativas. Son profesiones que tratan con la vida, la integridad y el bienestar de las personas.
Por eso preocupa observar modelos universitarios orientados a la expansión de matrícula sin sustento académico, flexibilización de criterios de admisión y evaluación, currículos diseñados para comodidad operativa y no para excelencia, docentes saturados y estudiantes reducidos a “clientes”. En ese entorno, la prioridad deja de ser formar profesionales competentes y se convierte en sostener ingresos, incluso a costa de la calidad.
Las consecuencias son evidentes: egresados con preparación clínica insuficiente, con escasa exposición a problemáticas reales del país y con una formación ética debilitada. Y esto no afecta únicamente al sector privado o al prestigio institucional; afecta directamente al sistema nacional de salud, que ya opera en condiciones críticas.
Por ello, Guatemala necesita urgentemente un nuevo modelo de educación en salud, uno que esté explícitamente orientado a mejorar el sistema de atención pública. Esto implica formar profesionales capaces de trabajar en entornos de alta demanda, con pensamiento crítico, sensibilidad social y preparación científica de primer nivel. Implica integrar prácticas comunitarias reales, rotaciones en centros públicos, énfasis en prevención y modelos académicos alineados a las necesidades nacionales, no solamente a las demandas del mercado.
Hablar de esta problemática no es atacar a la educación privada ni a quienes emprenden en el ámbito académico. Es exigir coherencia: ninguna institución puede proclamarse moderna, innovadora o humanista mientras prioriza la rentabilidad sobre la responsabilidad educativa. Las facultades de salud deben recuperar su norte: excelencia, ética y servicio.
Las ciencias de la salud requieren convicción, no cálculo financiero. Vocación, no marketing. Y liderazgo académico real, no discursos vacíos. Guatemala necesita universidades que formen profesionales capaces, íntegros y comprometidos con transformar el sistema público de atención, no instituciones que renuncien a esa responsabilidad.







