Luis Fernández Molina

Es verdad universal, conocida por todos los habitantes de esta tierra que cuando morimos no nos llevamos nada. Desnudos nacimos y así habremos de despedirnos. Cuando enterraron a Alejandro Magno -por sus instrucciones expresas-, colocaron de forma visible sus manos cruzadas, desnudas de anillos y joyas, para mostrar que un hombre tan poderoso no se llevaba nada al otro mundo. Existe, cierto es, una zona de traslape en la que se funden las realidades de este mundo con las del otro; de esa cuenta las diferentes civilizaciones han acostumbrado acompañar al cuerpo yaciente con algún elemento material que habría de servirle en la otra vida o en el trayecto. Tal es el caso del Libro de los Muertos de los egipcios que aconsejaba al difunto en los laberintos del más allá y por eso el papiro se introducía al sarcófago. Los griegos colocaban una moneda en la boca para que se pagara al barquero Caronte que los habría de atravesar por el río. Otros pueblos mediterráneos ponían una moneda en los ojos de los difuntos. Son interesantes esos casos de frontera que hasta nosotros participamos de ellas. Cómo explicar el vaso de agua, las flores, los cuartitos de licor, la comida, los relicarios, etc. que se depositan en las tumbas. Pero son cosas que se les ponen porque de acarrear el difunto, nada. Como dijo el Papa Francisco “nunca he visto un camión de mudanzas detrás de un cortejo fúnebre”.

Esa ley inexorable que no admite concesiones. Sin embargo, hay casos en que uno quisiera una salvedad. En eso estaba pensando cuando acompañaba el sepelio de don Alfonso. Quisiera, como excepción digo, que don Ponchito se hubiera llevado, aunque subrepticiamente, un micrófono para que nos pudiera transmitir cuanto aconteciera en su tránsito y desde el lugar privilegiado donde se encuentra.

En primer lugar porque nos va a hacer falta su voz. Ya fueran noticias o “Historia de las Canciones” nos absorbía la entonación de sus palabras y nos contagiaba la alegría de sus dichos. Debió ser psicólogo o hipnotizador porque al solo escuchar se producía un efecto de sosiego (especialmente en medio del terrible tráfico). A su voz se combinaba esa expresión oportuna, esa chispa de quien sabe desempeñar bien su oficio.

Quisiera que nos contara cómo se siente tenderse sobre una nube o saltar en medio del vacío. Que nos narrara un juego de Babe Ruth, Joe DiMaggio, Mickey Mantle contra los ángeles (me refiero a las criaturas celestiales). O un juego de Cruyff y Di Stéfano. Que nos cuente cómo se conduce un Mini Cooper blanco por las calles pavimentadas de oro.

La edad de don Alfonso es un secreto que se llevó a la tumba. Tras arduos interrogatorios apenas confesó que había nacido en el año mil “novecientos punto com”. En todo caso más de medio siglo informando y compartiendo con el pueblo de Guatemala desde la TGW hasta Emisoras Unidas en donde estuvo en los últimos 40 años. Una prueba de que la radio siempre será necesaria. Pocos conocen que obtuvo licenciatura en Ciencias de la Comunicación y –yo no lo sabía— también en Derecho. Tampoco sabía que en sus últimos días estaba asistiendo a un curso para aprender inglés. Nunca es tarde. Era también un gran galante, “a la antigua”. Algunas damas le enviaban flores, pasteles y chocolates que disfrutaba con sus compañeros de labores.

Don Ponchito era un maestro de la locución de quien han absorbido las actuales generaciones. Pero quitando esas vestiduras encontramos al ser humano noble, positivo, lleno de humor, humilde de corazón; sensible y profesional. Descanse en paz don Alfonso Sifontes.

Artículo anteriorAcerca de la seguridad social en Guatemala
Artículo siguienteDelitos contra la seguridad del tránsito