Narro cuanto vi, como lo haría un testigo en un proceso del que es ajeno, en el que su dicho se incorporará al expediente, a un inagotable expediente. Como simple testigo no tengo aquí pretensión alguna sobre el resultado, ni trato de influir ni convencer; que los hechos hablen por sí mismos. Ciertamente, en este complejísimo asunto del Medio Oriente nunca vamos a tener una conclusión definitiva. En esa región que los católicos preferimos llamar Tierra Santa y que en otros mapas se conoce como Israel, Medio Oriente, Palestina, Canaán, Eretz Yisrael, entre otras. Los acontecimientos a lo largo de los milenios han ido formando un intrincado nudo gordiano, insoluble; por más que se busque una propuesta ecuánime, ninguna va a ser aceptada por todas las partes. Profundos estudios y monografías que se han hecho, hasta la saciedad, pero no han podido destrabar las enormes contradicciones que rezuman esas arenas. Por ello, no pretendo, ni de lejos, sumergirme en la problemática; ello lo que dejo a los expertos; me limito a compartir las experiencias de un viaje que hice el año anterior a la pandemia.
Sin perjuicio de lo anterior, entiendo que las conclusiones de los estudiosos dependerán mucho de la época en que el estudio se inicie. Puede ser cerca del año 2000 a.C. con aquella orden que de Dios escuchó Abraham, para que dejara la tierra de Ur de los caldeos (Mesopotamia, actual Irak) y se trasladara a una región hacia el Oeste donde había una tierra ofrecida en herencia a su extendido pueblo. Puede el estudio arrancar en las riberas del Nilo, allá por el año 1200 a.C. cuando Moisés recibe la instrucción de liberar a los esclavos y conducirlos a Canaán, donde, cruzado el Jordán y desde Jericó, empiezan por la fuerza a desalojar a los ocupantes de esas tierras. Podemos tomar como punto de partida el año 539, cuando Ciro el grande permitió el retorno a la tierra que habían dejado por el cautiverio de Nabucodonosor II. El año 70 d.C. también es significativo por cuanto empezó la diáspora provocada por Roma. Los finales del siglo XIX, con el surgimiento del sionismo de Thomas Herzl, es también una marca y luego la Primera Guerra Mundial, cuando el agente británico T. E. Lawrence, embaucó a las tribus árabes para ganar su apoyo en su lucha contra el Imperio Otomano; fueron muchos los ofrecimientos que nunca les cumplieron los ingleses. La resolución 181 de la Asamblea General de las Naciones Unidas que dio lugar a la creación del estado de Israel en 1948 es también una fecha icónica.
Toda esa información forma un laberinto al que no pretendo ingresar. Me limito, reitero, a mi papel de testigo presencial. Claro, celebro por lo grande el cese al fuego que espero sea un respiro prolongado o, mejor, que sea permanente. Han sido muy deplorables las escenas de la destrucción de la franja de Gaza. Las carencias, enfermedades, hambre, etc. que la pantalla apenas puede comunicar. Imposible. La televisión nos traslada escenas muy lamentables (desconozco si ha habido sesgo en muchas publicaciones). Son seres humanos los que están sufriendo; son mujeres; son niños. En ambos lados hay deseos, aspiraciones, futuros y personas con iguales derechos y la misma dignidad que cualquiera de nosotros. Ojalá, repito, se arregle la controversia de manera justa para todos los involucrados y definitiva.
A la par de mi relato quiero ser consecuente con el país que nos acogió por dos semanas. Como decían las abuelitas “es de buena cuna ser agradecidos”. No puedo extenderme mucho en esta entrega. Solo compartir sensaciones, sentimientos desde que llegamos con mucha ilusión al país donde nació, predicó y murió nuestro Señor. Por extensión, la misma tierra en que cayó el gigante Goliat y donde Sansón desplegó su colosal fortaleza física. Donde reinaron David y Salomón, entre muchos otros.
Desde que arribamos al aeropuerto de Tel Aviv, el “Monte de la primavera”, nos sentimos como en casa. Sí, nuestra casa espiritual e histórica. Cerca estaba la Jerusalén física, reflejo de la Jerusalén celestial. Los taxistas, todos ellos judíos nos transportaron a nuestro alojamiento, Airbnb, con toda normalidad. Al día siguiente alquilamos una camioneta y nos orientamos al norte, hacia la Galilea. Por pequeño descuido atravesamos la Cisjordania. El sistema nos indicaba el camino más corto, pero no el más seguro. Sin embargo, incursionamos en el Área A, bajo control palestino y no tuvimos contratiempo alguno; era evidente la presencia de patrullas militares judíos y de alambre espigado. Saliendo de esa área y de regreso en territorio israelí, llegamos a otra vivienda Airbnb cerca de Tiberías, un punto intermedio para que en la semana siguiente visitáramos Nazaret, el Monte de las Bienaventuranzas, Monte Tabor, Caná y la ciudad adoptiva de Jesús, Cafarnaúm. La iglesia de la Anunciación, en Nazaret es impresionante, de estilo moderno en el centro de la pequeña ciudad de menos de 70 mil vecinos. El templo cobija las ruinas de la casa de la Virgen María. La población dominante es árabe en casi 60%, incluyendo unos pocos árabes cristianos; una tercera parte son cristianos no árabes y virtualmente no hay judíos. La devoción se explayaba en un ambiente totalmente tranquilo. Ni gestos, ni malas caras, ni censuras. Nada. Un sentimiento de armonía. Luego viajamos a las riberas del lago Genesaret en las que predominan los monumentos cristianos, especialmente iglesias y ruinas a cargo de la orden franciscana y otras. Igual, clima de sosiego y religiosidad. El sitio de las Bienaventuranzas levanta mucho las emociones.
La siguiente semana la pasamos en Jerusalén; no tenía sentido tener vehículo. (Continuará).







