La segunda tradición también habla de amores pero, estos, correspondidos aunque más atrevidos y al margen de toda ley. “Las falsas apariencias” sirven a Batres para narrar la historia de don Juan del Puente que como contrabandista deja a su mujer (doña María) muchas noches sola.
Ésta –ni lerda ni perezosa– cierta noche de soledad cita a un hombre a su propia casa, a quien no conoce más que por “el del bigote” y es sorprendida por su marido que de improviso llega de un viaje de “negocios”.
Don Juan del Puente saca su espada y el intruso se defiende con una tranca con la que le acierta de un modo terrible al burlado marido en una pierna y lo deja inválido. Por lo que en el futuro se le conocerá con el apodo de Juan el Cojo. Mientras esto ocurre la esposa huye y no vuelve más. “El del bigote” hace lo propio y se pierde en la oscuridad de la noche”.
Batres recomienda que cuando a un marido le ocurra cosa similar, sería más indicado aceptar lo que doña María –al ser sorprendida– dice al cornudo: todo no es más que falsas apariencias, yo no sé cómo este hombre resultó durmiendo en mi cama. Pues con esto amén de conservar el matrimonio, se evita ser ejemplo del refrán que reza “tras de cornudo apaleado”.
La última de las tres tradiciones: “El relox” es la más extensa y que la temprana muerte del autor hizo quedar inconclusa. De manera que, al hacer un resumen de su argumento o acciones, tenemos que dejar éste completamente abierto y que sea la imaginación del lector quien le dé término.
“El relox” se inicia con un largo “sermón” dedicado a las damas para indicarles que mejor harían en cultivar un poco más su mente y dejar por un lado la ventana y el bordado. Pues hay casos, por ejemplo, en la Historia, de mucha ilustración y provecho. Para dar un ejemplo convincente de lo que afirma, cuenta a los lectores la historia del primer reloj “portátil” (de aquellos que los caballeros acostumbraban llevar consigo a todos lados atados con una larga cadena), pero de campanilla. Es decir, que daba las horas sonando como un reloj de pared o de campanario.
El propietario de este novedoso reloj de campanilla (como no había otro en Guatemala) era don Alejo Veraguas. Donjuanesco también como don Pablo y como “el del bigote”, por el que se morían literalmente todas la solteras, viudas y casadas del reino.
La única (entre muy pocas) que en sus redes no había caído (no por falta de vocación sino porque le gustaba –de cara a los casanova– posar de indiferente y fría) era doña Clara, esposa del alférez real don Cornelio Peléznez del Cabral.
Los desprecios de doña Clara habían hecho crecer –casi inconmensurablemente– el fuego del dueño del reloj, al punto de poder creer que estaba totalmente alienado por ella. Sin embargo, y observadas las cosas con mayor rigor, lo que don Alejo Veraguas sentía era un gran capricho por conseguir los favores de la bella e indiferente señora. Cosa que a su tiempo logró después de muchos riesgos y gran terquedad.
Una noche en que los dos amantes se acariciaban en el dormitorio de la señora confiados que el alférez real se encontraba visitando ciertas propiedades rurales, sorprendiólos éste, pero dio tiempo al dueño del reloj para que con todo y su ruidoso aparatito se metiera bajo el lecho nupcial.
Llegó el esposo de doña Clara lleno de ardores y deseos conyugales acicateados por cierto vino que había bebido y algunas historias amorosas que un amigo le había narrado antes de llegar a casa y de inmediato solicitó a su mujer el cumplimiento de sus obligaciones matrimoniales. Pero ésta sabiendo que el amante estaba bajo la cama se negaba de mil maneras.
Continuará la síntesis de “El relox” en próxima entrega.







