Autor: Gabriela Sosa Díaz
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El clima en Guatemala ya no respeta estaciones ni calendarios agrícolas. Datos del Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología (Insivumeh) y el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación (MAGA), revelan que en lo que va de 2025, las lluvias se han intensificado hasta en un 20% respecto al año anterior. Esta aparente «abundancia» de lluvia no es motivo de alivio, sino de alarma; lejos de beneficiar, estas precipitaciones erráticas están dejando una estela de destrucción en los campos, especialmente en departamentos como Quetzaltenango, Suchitepéquez, Petén y Chimaltenango.

¿La razón? El cambio climático ya está aquí, y no da tregua. Su impacto se manifiesta en lluvias fuera de temporada, suelos saturados, enfermedades en los cultivos y pérdidas económicas que afectan directamente a quienes viven de la tierra. La siembra se ha vuelto una apuesta riesgosa, una especie de lotería climática en la que muchos agricultores pierden, incluso antes de sembrar.

El caso del corredor seco ilustra bien esta crisis. En 2024, esta región sufrió una reducción del 30% en las lluvias durante los meses clave para la siembra -abril a agosto-. Muchas cosechas no germinaron o se perdieron en su etapa inicial. Pero la segunda mitad del año fue aún peor: un exceso de lluvias inundó parcelas, arrastró nutrientes, pudrió raíces y causó pérdidas totales en tierras mal drenadas. Este patrón, que antes ocurría de forma aislada, ahora se repite con mayor frecuencia e intensidad.

Las consecuencias no son solo agrícolas, son humanas; cada parcela perdida significa menos alimentos en la mesa, menos ingresos para familias campesinas, más migración interna y más vulnerabilidad en comunidades que ya viven al límite. En un país donde más del 40% de la población se dedica directa o indirectamente a la agricultura, no estamos hablando de un problema sectorial, sino de una amenaza nacional.

Frente a esto, ¿qué se está haciendo? El MAGA, junto con su unidad de gestión de riesgo (DIGEGR), monitorea actualmente 112 municipios en 18 departamentos considerados de alto riesgo agrícola. Sin embargo, ese monitoreo –aunque valioso– no es suficiente si no se acompaña de acciones contundentes. Necesitamos más que diagnósticos: hace falta planificación, inversión, innovación tecnológica y sobre todo, comunicación efectiva con quienes están en el campo.

Este es otro gran reto: la información no está llegando con claridad, ni a tiempo. Los pronósticos, boletines y análisis se quedan en oficinas o páginas web que muchos agricultores nunca verán. Se necesita un enfoque educativo más accesible, con técnicos que hablen el idioma de las comunidades y compartan no sólo datos, sino soluciones adaptadas a cada realidad local.

También se deben fortalecer prácticas resilientes al clima: diversificación de cultivos, manejo adecuado del suelo, sistemas de riego eficientes, bancos de semillas adaptadas a sequías o excesos de lluvia. Estas estrategias no son nuevas, pero siguen siendo poco accesibles para los pequeños productores que, irónicamente, son quienes más las necesitan.

En resumen, estamos ante un escenario en el que el clima exige una transformación urgente del modelo agrícola guatemalteco. No podemos seguir sembrando como si las lluvias llegaran «cuando deben», no podemos seguir improvisando con cada tormenta, y no podemos permitir que los agricultores sigan siendo los más afectados por un problema que no causaron, y que enfrentan solos.

El cambio climático no es un asunto del futuro, es una realidad del presente. La pregunta ya no es si lloverá más o menos. La verdadera cuestión es: ¿estamos preparados para enfrentar lo que viene? Y, si no lo estamos, ¿a quién vamos a responsabilizar cuando la próxima cosecha también se pierda?

Jóvenes por la Transparencia

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