La función de crear leyes corresponde por antonomasia al parlamento, al Congreso. Por eso es el organismo “legislativo” (el que legisla). En cambio, la función principal del organismo ejecutivo es la administración de todo el aparato del Estado. Ahora bien, en cumplimiento de esa misión el ejecutivo dicta algunas disposiciones que se entienden como “leyes pequeñas”, a través de los acuerdos gubernativos y los acuerdos ministeriales. Por lo mismo, el ejecutivo tiene una fracción de legislador en cuanto emite reglamentos u otras disposiciones de aplicación general.
Cuando el ejecutivo emite un reglamento lo tiene que dar a conocer. Lo mismo que con las leyes del Congreso; es de cumplimiento obligatorio y por ende debe darlo a conocer a toda la población. Se impone la publicación en el Diario Oficial en el que se debe indicar la fecha en que lo ordenado cobra vigencia, que todos sepan, no vaya a ser que algún ciudadano ignorante de la nueva disposición cometa un acto contrario a lo que se estipula. Valga decir que uno de los principios básicos del orden institucional es que “la ignorancia de la ley no exime su cumplimiento”.
En el quehacer del ejecutivo se distinguen pues varias funciones: una que le es propia y natural como es la “gerencia general” de todo el aparato del gobierno. Otra es de tipo protocolaria y formal como son los nombramientos de funcionarios, los pagos, las relaciones exteriores, etc. También su relación con otros organismos del Estado como el caso que nos ocupa en que el Congreso traslada una ley aprobada al presidente y luego éste sanciona o veta la ley. Tal el caso del decreto 7.2025, de rimbombante nombre: “Ley de fortalecimiento financiero y continuidad de proyectos de consejos de desarrollo urbano y rural”. “¿Continuidad de proyectos?”.
De los vetos. El presidente vetó el decreto. Tenía 15 días hábiles para hacerlo pero, como buen chapín, lo dejó para último momento. Faltó sagacidad a su equipo, olfato político. Debería saber Arévalo que transita por campos minados, cualquier cuestionamiento se le va a criticar, hasta si su corbata no hace juego con el saco o si no cortó bien su barba tipo JR Barrios. “El niño que es llorón y la nana que lo pellizca”. En los últimos 30 años se han vetado más de 50 decretos y en ninguno se hizo publicación en el Diario Oficial y en los respectivos contenidos de los vetos no se indicaba fecha específica de vigencia; igual que en el presente caso. En opinión consultiva 519-94 la CC indicó que el ejecutivo debe razonar el veto y la nota de remisión al Congreso no debe ir firmada por ningún ministro. Es una mera comunicación entre los poderes del Estado. No es acto que merezca el interés público (hasta que se cristalice como ley).
El decreto 1816. Lo sancionó Julio César Méndez Montenegro hace más de medio siglo, en 1968, y no hace referencia específica a los vetos. Usa un lenguaje más florido que los actuales: “Que es conveniente nuestras leyes y disposiciones de gobierno, no solo haciéndolas de fácil recordación a la ciudadanía, sino poniéndolas a su alcance por medios informativos, oportunos y prácticos”. “Ta bonito”. En virtud de ese decreto se cambió la nomenclatura de nuestras leyes; dejó el orden correlativo, año tras año, y se ordenó el sistema actual en el que cada año se empezaba nuevo conteo según fueran viendo luz los decretos a cuyo orden se agregaba, previo guion, el año. Por ejemplo, el decreto que nos ocupa: 7-2025. El citado 1816 vino a ser de los últimos decretos numerado conforme la anterior nomenclatura y a partir del año 1969 se adicionaron los años. En el artículo 1 del 1816 se lee: “Los decretos y acuerdos que contengan disposiciones reglamentarias o de observancia general del Ejecutivo y los acuerdos del Organismo Judicial que contengan disposiciones de esa índole (…)” (a contrario sensu, los que no lo contengan no están obligados). En el artículo 2 se indica: “para la publicación de Acuerdos y Decretos del Ejecutivo que para su cumplimiento requieran tal requisito la hará el Ejecutivo en el Diario Oficial (…)”. Y el artículo siguiente se refiere a que, en caso de haber sido un requisito y si por algún olvido no indica la fecha de vigencia “se presume” que a los tres días. Cristalinamente clara se definen dos conceptos: a) que el Ejecutivo puede emitir disposiciones de aplicación general; b) que para difusión de esas resoluciones cuando sea requerido, debe hacer publicación, a contrario sentido, si no es de cumplimiento para la población no es necesaria la publicación. Nada quita que puedan ordenar la publicación, pero no es necesaria.
Primacía constitucional. Los tres poderes del Estado tienen la misma jerarquía pero el Congreso es “pimus inter pares”. La CPRG establece que, en caso de discrepancia del presidente con el Congreso, este último tiene la última palabra. ¿Cómo? Volviendo a votar, pero, esta vez ya no basta una mayoría simple, 81 votos, sino una mayoría calificada de 107 diputados. Al parecer, los diputados que ahora empujan la ley no los consiguieron; solo 86 participaron en esa carambola que se inventaron. El papel de los diputados no era ponerse la toga y juzgar si el ejecutivo había hecho bien el trámite del veto; eso parece indicar la votación que respalda el acuerdo que desconoce el veto presidencial “por extemporáneo”.
No es así, el veto surtió efectos jurídicos en el momento en que lo recibió el Congreso. Debió agendarlo para conocimiento del pleno en la siguiente sesión y, en los 30 días siguientes, resolver si se acepta o rechaza el veto.
De los amparos. En la primera resolución, que se refiere al otorgamiento o no del amparo provisional, la CC consideró que de momento no hay riesgo o amenaza inminente de hechos que luego no se puedan revertir (no van a darse millonarios desembolsos). Tampoco se puede hablar de arrastre de saldos si el año corriente no ha terminado. Se reservaron el análisis para el desarrollo del amparo, aunque la presidenta, en su voto concurrente expresa que el veto sí era válido, según informa Prensa Libre. Bien por esa claridad de la magistrada Lemus.
Otras impugnaciones. Otras acciones quedan a la espera, como la inconstitucionalidad, que solo se puede plantear contra una ley, cuando ya es ley. Si los inconformes la plantean, ahora estarían aceptando tácitamente que no hubo veto válido.