El romanticismo es (no como escuela propiamente dicha pero sí en función de actitud) eterno. Siempre ha habido y habrá hombres románticos. Esto es, hombres que asumen la postura y la seguridad de que su mundo sentimental y emotivo es superior a la razón. Desde luego y sin entrar en explicaciones, salvedades y aclaraciones, esta perspectiva y enfoque, ofrece peligrosos deslumbramientos pues casi sería lo mismo que decir (si traicionamos el prístino y bien intencionado discurso romántico) que la vida y nuestros actos deben estar totalmente regidos por el Id o inconsciente y no por el superego o mundo social de las convenciones internalizado en la estructura de las normas y de las leyes de nuestra comunidad.
Pero cuando el romántico y el romanticismo acepta que la emoción es superior a la razón le da precisamente una connotación mayor en todo sentido. Y si en efecto es superior, no podría estar jamás al servicio de lo que conocemos vulgarmente por “pasiones rastreras y destructoras” sino bajo el noble yugo de la más alta pasión del hombre en sentido positivo: el amor. Y lo mismo podemos decir y ampliar cuando en este contexto de la Estética hablamos de Eros y erótico, que en griego significa amor y no pornografía u obscenidad.
Aunque el romanticismo como actitud es eterno (ya lo decía Darío: ¿quién que es, no es romántico?) como tendencia filosófica y artística y literaria nace en Alemania, donde al principio no recibe el nombre con que hoy lo conocemos: romanticismo, sino con el de “sturm un drang”, que quiere decir: tempestad y pasión y que iniciáticamente es el título de una obra teatral (la primera del teatro romántico) de Friedrich Maximilian Klinger, nacido en Fráncfort.
Pero no fue este dramaturgo (pese al bautismal préstamo con que obsequió al naciente movimiento) el pontífice del romanticismo alemán. Sí lo fueron, en cambio, Holderlin y Schlegel (muy al principio) y Goethe y Schiller después (siempre en Alemania) y desde donde se desplazó a Francia, Inglaterra (Reino Unido) e Italia, luego a España y finalmente a América y Guatemala. Aunque no debe clasificarse esta secuencialidad como absoluta porque escritores como Pepe Batres y Pepe Milla lo absorbieron supuestamente de modo directo del francés o del inglés, pues hay pruebas más o menos fidedignas de que los efluvios románticos pudieron ser más expeditos que en otros casos, pues tanto Batres como Milla percibieron las exhalaciones de esa lengua de manera expedita.
Holderling y Schlegel realizan una especie de transmutación de los valores de la filosofía tradicional (que se asentaba sobre el racionalismo: Hume o Locke) en provecho de la poesía y del poeta a los que van a intentar revestir con la misma importancia y trascendencia del filósofo y la filosofía.
Estos filósofos-artistas alemanes entronizarán al poeta y a la poesía como los mejores relacionantes coyunturales entre el hombre y Dios; o entre el hombre y el Infinito o mundo de las ideas que otros llaman. Rol que antes del romanticismo sólo le estaba conferido al filósofo y a la filosofía, partiendo del discurso racional que, por racional, se asumía con limitaciones regulares y vallas no rebasables.
Pero ¿cómo justificaban Holderlin y Schlegel este trueque? Precisamente sobre los cimientos del romanticismo. Porque mientras la filosofía y su matriz eran humanamente limitadas para perforar la verdad, la poesía que emerge a partir de una esencia distinta: la emoción, no puede tener límites. Puesto que lo que intenta conocer es infinito (y no encadenable) resulta medularmente libre.