Con el nombre de romanticismo han sido conocidas y descritas muchas cosas (no siempre con propiedad y rigor) pero especialmente una grande y trascendente corriente filosófica y un vigoroso estilo artístico y literario (que poco o nada tiene que ver con estereotipos bohemios y decadentes). Y también un modo de ser poco edificante -e indiferente de la realidad nacional- como si la única realidad que existe fuera la externa o la que se refiere a los intereses de un país o nación.
El romanticismo es –en su base y esencia- más que estilo literario, musical o corriente filosófica, una actitud que se asume de cara a la realidad externa, pero también frente a nuestra propia conciencia. Actitud que puede identificarse –sobre todo- por la gran carga de pasión que ella contiene y que arranca, nace y se desprende de aquella parte de nuestra mente que llamamos sentimientos o emociones.
El romanticismo produjo un hombre menos conformista (obviamente alucinado y por tanto inadaptado) que el derivado de los movimientos y filosofía “Clásicas”, cuya estirpe profundamente racional reconoce sus situaciones límite (como las llama Jaspers) y entiende que no puede rebelarse contra la muerte –por ejemplo- contra la finitud humana y contra el barro de que estamos constituidos.
El romanticismo, no. Se rebela contra el barro (del cual fuimos construidos, contra el propio Constructor) y no acepta conformistamente (por más que la razón quiera obligarlo a ello) a sentirse polvo: pues polvo eres y en polvo te convertirás.
El romanticismo –que es por esencia subversivo y transgresor- escapa al polvo y al barro humano (cuando la intrascendencia fáctica de su ser lo acorrala) por el sentimiento y, en la cima más alta de éste, por el amor.
Quevedo (un poeta barroco, pero por barroco romántico) se rebela contra la situación límite de la muerte y se declara eterno –a pesar de su barro- por el amor cuando dice: Alma que a todo un Dios prisión ha sido/ venas que humor a tanto fuego han dado/ médulas que han gloriosamente ardido/ su cuerpo dejarán, no su cuidado/ serán ceniza, más tendrán sentido/ polvo serán más polvo enamorado.
El romántico no acepta tranquilamente la muerte por más que vea ante sí la evidencia. En cambio, los clásicos la toleran como parte de la vida y se adaptan perfectamente al ciclo vital –sin recurrir a la ilusión artística- sin desesperarse ni menos insultar a Dios o asesinarlo.
El romántico (aunque cae también en exaltaciones, místico emotivas) puede arrojar en su actitud subversiva, que no se acopla a normas naturales ni humanas ni divinas, un terrible odio contra Dios. Pues éste nos dio la dádiva y una inteligencia superior a la del resto del reino animal (con la cual ansiamos, oteamos y vislumbramos el Infinito) pero con la que realmente no llegamos nunca a conocerlo. Y entonces se encoleriza contra Dios y lo niega (y al negarlo lo afirma) y lo borra de su lista de preguntas, como dice Luz Méndez de la Vega en su excelente poemario “Eva sin Dios”.
Cuando todo parece perdido, cuando parece que nada podemos llegar a conocer, el romántico escapa al yugo de la adaptación y de la conformidad, por el sentimiento y la emoción que le permite (con el amor) trascender las situaciones límite en una especie de deux ex machina o truco teatral que la ilusión artística o estética le ofrecen. Y sobre ello monta su tablado de transgresión y esquizoide rebeldía.