En el imaginario infantil, los duendes son los verdaderos obreros de la Navidad. Trabajan en silencio dentro del taller de Santa Claus, fabricando juguetes que luego serán repartidos en la Nochebuena. Sin ellos, no habría magia ni regalos.
En la política guatemalteca, estos duendes tienen nombre y apellido: los diputados del Congreso de la República. Su labor debería ser clara: crear leyes para el bien común, fiscalizar al Ejecutivo y representar a los ciudadanos que los eligieron. Sin un Congreso funcional y transparente, las demás instituciones quedan debilitadas.
La realidad, sin embargo, es muy distinta. La mayoría de nuestros “duendes legislativos” no trabajan para los niños —es decir, para la población— sino para quienes financian campañas y sostienen pactos ocultos. El taller legislativo no produce juguetes que alegren a todos, sino regalos selectivos: leyes amañadas, presupuestos, inflados y privilegios para unos cuantos.
El resultado es un Congreso desprestigiado, cuya imagen está marcada por el clientelismo, la corrupción y el desprecio hacia sus votantes. Así como los niños descubren que los juguetes no vienen del Polo Norte, los guatemaltecos ya sabemos que los diputados no responden al pueblo.
Si queremos transformar esta ilusión, debemos exigir que los “duendes” trabajen realmente para el país. Solo con transparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana activa, el taller legislativo dejará de ser un mercado de favores y se convertirá en el verdadero corazón de una democracia auténtica.