En un país donde la institucionalidad debería estar al servicio de los ciudadanos, resulta indignante constatar que las instalaciones del Estado son administradas como “propiedad privada”, ajenas a las necesidades básicas de quienes acuden a ellos. Uno de los ejemplos más evidentes de este menosprecio es la falta de espacios de parqueo para los usuarios que deben realizar trámites, gestiones o consultas en estas entidades.
Los empleados públicos reservan los parqueos en los edificios estatales exclusivamente para los burócratas, como si el ciudadano que paga los impuestos, y por ende los salarios de esos burócratas, no mereciera un trato digno donde dejar su vehículo. Esta práctica no solo revela una cultura institucional de privilegio, sino un claro menosprecio hacia quienes con el pago de impuestos sostienen el aparato estatal.
Al no habilitar zonas seguras para estacionar, las autoridades empujan a los contribuyentes a dejar sus vehículos en la vía pública, donde son presa fácil de robos, daños y asaltos. Esta negligencia, muy notoria, vulnera el derecho a la seguridad patrimonial y expone una profunda falta de empatía hacia quienes, con su esfuerzo diario, financian el funcionamiento del Estado.
Por lo tanto, es válido preguntarse: ¿A quién sirve el Estado si no es al contribuyente? ¿Cómo justificar que los burócratas gocen de comodidades pagadas por el contribuyente, mientras este último es tratado con menosprecio, como que no valiera nada?
La ausencia de parqueo no es un problema técnico, es una decisión política. Es el reflejo de una cultura institucional que prioriza la comodidad interna sobre el servicio público. Y en esa cultura, el ciudadano queda relegado, expuesto y menospreciado por el “politiquero” que cree que es dueño de las instalaciones públicas. Pero al final no es dueño de las instituciones del Estado, es un ave de paso.
Urge una revisión de las decisiones públicas que devuelva el sentido de servicio a las instituciones del Estado. Que se reconozca que cada trámite, cada visita, cada gestión, es un acto de servicio para una ciudadanía que merece respeto, seguridad y dignidad. Porque sin ciudadanos, no hay Estado. Y sin empatía, no hay democracia.
En un Estado de derecho, el servidor público es definido como aquel funcionario que, en virtud de su cargo, tiene la obligación legal y ética de servir al interés general, actuar con transparencia y garantizar el acceso equitativo a los servicios del Estado. Su función no es la de beneficiarse del poder, sino la de facilitar el ejercicio de derechos ciudadanos.
Sin embargo, en la práctica cotidiana, muchos servidores públicos han convertido su rol en una zona de confort, evadiendo responsabilidades, normalizando arbitrariedades y blindando privilegios que excluyen a la población.
Cuando un servidor público olvida que su salario proviene del esfuerzo fiscal de la población, y que su rol es servir, no excluir, se rompe el pacto democrático que da legitimidad a las instituciones.
En Guatemala, el juramento que presta todo servidor público al asumir el cargo está establecido en el Artículo 154 de la Constitución Política de la República, que señala que: “la función pública no podrá ejercerse sin prestar previamente juramento de fidelidad a la Constitución”.
Este juramento implica un compromiso solemne de defender el Estado de Derecho, respetar, obedecer y cumplir fielmente la Constitución, y actuar con honestidad, rectitud y decoro en el ejercicio de sus funciones. “Si así lo hiciere, la sociedad se lo reconozca; en caso contrario, se lo demande”.
Este juramento no es un formalismo, es el fundamento ético y legal que vincula al funcionario con el pueblo, y su incumplimiento, como en casos de arbitrariedades o negligencias como la exclusión de los contribuyentes del acceso a un parqueo digno, representa una traición al pacto democrático.
Si usted estimado lector tiene un caso, por favor escríbame al correo electrónico que esta al pie de mi nombre, que con gusto lo vamos a investigar y mencionar en otro de mis artículos. El empleado público es un servidor del ciudadano, no un tirano que menosprecia a quien con sus impuestos le da de “comer”.