En las últimas generaciones, los guatemaltecos hemos vivido una sucesión de catástrofes: desde el terremoto de 1976 y el conflicto armado de más de treinta años, hasta el advenimiento de un nuevo siglo cargado de corrupción e injusticia rampante. Estos eventos, a su vez, originaron grandes esperanzas de cambio y de evitar el colapso político. No obstante, esa esperanza fue traicionada y constantemente aplastada por realidades destructivas, dejándonos en una peligrosa indiferencia. Algunos argumentarían que esta historia de promesas incumplidas es la que nos impide asumir responsabilidades. Pero ese diagnóstico no es del todo certero.
De hecho, muchos psicólogos y filósofos llamarían a nuestro tiempo el tiempo del resentimiento. Hemos forjado una sociedad cargada de emociones negativas, transmitidas de generación en generación, resultando en una acumulación de frustraciones reprimidas y distorsiones estructurales. El resultado es una moralidad nacional basada en la negación y el rencor, en lugar de la afirmación y la excelencia necesarias para adoptar responsabilidades y construir el futuro. Esta es, en esencia, nuestra situación
El resentimiento no es un simple sentimiento pasajero de enojo o frustración, sino una emoción corrosiva y profunda. Se desarrolla en la mayoría de nosotros, dado que nos sentimos impotentes ante una jerarquía social, o un conjunto de actos y valores que los desfavorece. Mientras que en una sociedad sana el enojo normal desaparece al resolverse la injusticia, en la nuestra el resentimiento se acumula. Genera una hostilidad latente que no desaparece, sino que se reprime. Los psicólogos coinciden: esta represión individual y social de la frustración permite que se acumulen sentimientos negativos que nunca encuentran una resolución productiva.
El resentido no solo odia a quienes percibe como superiores y autoridades, sino que busca activamente destruir los valores que estos representan, creando una “moralidad de negaciones”. Se autovictimiza en lugar de aceptar su responsabilidad o de actuar para cambiar sus circunstancias. El mecanismo central es la Transvaloración: al no poder enfrentarse a su objeto de odio, disfraza su desprecio bajo elevados principios morales o ideológicos.
En esencia, el resentido crea un poderoso mecanismo de defensa: 1º Transforma la debilidad en virtud. 2º Convierte el deseo en desprecio. 3º Se autoerige como juez moral.
Este fenómeno encuentra su escenario perfecto en las redes sociales. Plataformas como X, Facebook o Instagram ofrecen la herramienta ideal para el ataque indirecto. La persona frustrada no necesita el enfrentamiento cara a cara; simplemente condena al otro bajo el estandarte de una causa justa y lo somete al juicio de la “tribu” digital. Actúa como un crítico implacable, enfocando su ataque en el carácter moral y las intenciones del otro, más que en los hechos objetivos. Es un desprecio camuflado de juicio. Se convierte en un predicador o militante activo que ataca a su objeto de odio bajo el manto protector de una causa mayor. Está, de hecho, convencido de que su lucha es genuinamente por la moralidad o la ideología, y no por su incapacidad de lidiar con su propia emoción.
El resentimiento se convierte, por lo tanto, en la base de una ética de inversión de valores. Las virtudes auténticas son reemplazadas por valores artificiales creados únicamente para justificar la mediocridad y la incapacidad de un individuo o una sociedad para hacer frente a sus problemas.