Hace unos días, en medio de una conversación, me preguntaron cuál consideraba el mayor problema de gobernabilidad en nuestro país. Mi respuesta fue instantánea y contundente: una profunda falta de legalidad y, aún más grave, la incapacidad del gobierno para legitimar sus propias acciones. Mi interlocutor, visiblemente sorprendido, tardó un momento en procesar mis palabras antes de pedirme que explicara a qué me refería.
Para empezar, le expliqué que, legalidad y legitimidad son conceptos distintos, pero tan interdependientes que, si chocan —como lamentablemente sucede en muchas democracias de Centroamérica—, terminan por desmantelar el bienestar de la población y el orden democrático. La legalidad es simple: un acto o un gobierno se ajusta a lo que dictan las leyes y los procedimientos vigentes. La legitimidad, en cambio, es mucho más compleja; se basa en la aceptación, el reconocimiento y la confianza que el pueblo deposita en sus gobernantes. Sin esa confianza, cualquier acción, por muy legal que sea, carece de un respaldo moral.
La siguiente pregunta fue inevitable: “Entonces, ¿qué está fallando en nuestro sistema?”. La respuesta es unánime: ambas cosas. Nuestros sistemas de legalidad y legitimidad están corroídos por una corrupción generalizada. Los actos corruptos no se esconden; se cubren con un manto de legalidad, creando normas y leyes diseñadas para perpetuar privilegios.
Esto nos lleva a otro punto crítico: la debilidad institucional. La falta de un sistema de justicia verdaderamente independiente, sumada a la captura de instituciones clave por parte de élites o grupos de poder, ha distorsionado el propósito de las leyes y la justicia. En lugar de servir al bien común, se perciben como herramientas para beneficiar a unos pocos. Esta percepción de ilegalidad sistémica, genera una profunda desigualdad socioeconómica y deslegitima el sistema político a los ojos de la mayoría.
Esta desconfianza fomenta la polarización política, dividiendo a la sociedad y erosionando la capacidad de alcanzar consensos. Incluso cuando el gobierno actúa conforme a la ley, la falta de legitimidad impide que sus decisiones sean aceptadas por la ciudadanía.
Ante este panorama –me preguntaron “¿Qué podemos hacer?”. La solución, aunque compleja –les expuse, debe ser directa y empezar por la sociedad civil, entendiendo con esto el aumento de la participación ciudadana. Involucrar a la gente en la toma de decisiones —desde la creación de leyes hasta la fiscalización del gobierno— para generar un sentido de pertenencia y obligación. Instrumentos como consultas populares, referendos y presupuestos participativos son esenciales para legitimar las acciones del Estado. Es lamentable que, al revisar la historia reciente de nuestros gobiernos, ninguno ha utilizado estos mecanismos de forma significativa.
A la par de lo anterior –continué diciendo- se debe fomentar la transparencia y la rendición de cuentas. Es vital que el manejo de fondos públicos y los procesos de decisión sean transparentes. Una rendición de cuentas efectiva, respaldada por auditorías independientes y un periodismo robusto, es la única manera de reconstruir la confianza pública. Basta con revisar la cantidad de nombramientos a dedo o la forma en que se permiten inequidades para entender la magnitud de este problema.
Finalmente, concluí que, en nuestro contexto, la legalidad pisa el cuello de la legitimidad. Por eso, nuestra ética como ciudadanos no es de obediencia ciega, sino de responsabilidad frente a nuestros valores. Tenemos la obligación moral de elegir el camino que restaure el orden justo y valioso de la sociedad. Esto no es un simple acto de desobediencia, sino un acto moralmente justificado. Y es precisamente esto lo que el actual gobierno aún no ha logrado fomentar.