En los últimos días, el escenario global se ha incendiado. Israel bombardeó Doha en un ataque sin precedentes, mientras Rusia desafió a la OTAN al enviar drones sobre Polonia. En Venezuela, se habla de una posible invasión que parece no concretarse.
En paralelo, Qatar entregó al presidente Donald Trump un Boeing 747-8 valuado en cientos de millones de dólares, gesto diplomático que despierta sospechas sobre la influencia extranjera en la política estadounidense.
La violencia política también marca la agenda interna de Estados Unidos: el asesinato del líder conservador Charlie Kirk evidenció hasta qué punto la confrontación ideológica ha penetrado la vida pública. A ello se suma la persecución de poblaciones con apariencia no caucásica, particularmente latinoamericanos y asiáticos, quienes sufren en un país que, paradójicamente, se define como tierra de libertades.
El espejo guatemalteco
Estas contradicciones globales encuentran eco en Guatemala. Hoy, parte de la población celebra con morbo, tras una nefasta administración del expresidente Alejandro Giammattei que se encuentra hospitalizado, pero más que un acto de justicia este sentimiento refleja el cansancio de un país, que confunde la enfermedad de un exmandatario con una reparación simbólica frente a años de corrupción, exclusión y abuso de poder.
La realidad guatemalteca se refleja en ese contraste: mientras en el norte se discuten regalos diplomáticos que condicionan alianzas estratégicas, aquí seguimos lidiando con los efectos de gobiernos que han debilitado nuestras instituciones, marginado la salud pública, deteriorado la educación y relegado la odontología preventiva a un plano secundario. En ambos casos, el denominador común es la erosión de la confianza ciudadana frente a sistemas políticos que privilegian intereses privados sobre el bien común.
Y en este contexto de debilitamiento social y frustración ciudadana, los políticos tradicionales ya están afinando sus estrategias para envolver nuevamente a la población con promesas que no cumplirán. Lo más grave: ahora hasta los más corruptos pretenden ser presidentes, y puede que lo logren, porque están atascados de dinero para comprar voluntades y manipular conciencias.
Así como en la medicina periodontal sabemos que una inflamación silenciosa puede desencadenar enfermedades sistémicas graves, también en la vida social y política la corrupción, la intolerancia y el fanatismo actúan como bacterias invisibles que, sin prevención ni tratamiento, terminan por destruir el tejido democrático.
La lección es clara: ni los regalos diplomáticos ni los castigos biológicos sustituyen la necesidad de instituciones sólidas, transparentes y orientadas al bien común. El verdadero desafío, en Guatemala y en el mundo, no es aplaudir la desgracia ajena ni aceptar lujos sospechosos, sino restaurar la confianza y la dignidad de los pueblos.