El Estado es un animal grande, muy grande, que a veces crece tanto que se convierte en un monstruo. Y le crecen varias cabezas, como Cerbero y en ocasiones como Medusa. Todas las cabezas se nutren de la misma sangre y de allí toma su ingrediente básico que consiste en el derecho para extraer patrimonio de los individuos. Ese poder se reviste a veces con la cara de un estado central (federal), otras veces con rostro más local, el estado como tal y también se expresa como el control municipal (impuesto federal, estatal, sobre la renta, sobre valor agregado, IUSI, etc.). En cualquiera de sus expresiones este monstruo necesita comer mucho y todo el tiempo. ¿Quién lo alimenta? Pues usted, estimado lector. Todos los ciudadanos aportamos nuestra cuota para que se mantenga ese Leviatán.
El apetito del Estado no tiene límites. Es insaciable. Conforme crece, necesita más nutrientes en medio de un círculo vicioso: más se alimenta más crece. Su alimento central, y al mismo tiempo su golosina, son los impuestos; precisamente por eso se llaman impuestos, porque son pagos que se nos “imponen”. También se le conoce como “tributos” que viene a ser lo mismo, acaso esta segunda expresión denota más sumisión, pues se paga tributo a alguien superior. Estos cobros son tan antiguos como las primeras civilizaciones humanas y fueron la base de los primeros reinos e imperios.
Los estados que crecían trataban de conquistar a los vecinos a los que convertían en pueblos “tributarios”. Tal el caso de los sumerios, los hititas, los egipcios, los asirios, persas, romanos, etc. El modelo de negocio de los conquistadores era exigir tributo a los países vencidos, ya sea en granos, metales preciosos, esclavos, mujeres, manufacturas, etc. En el libro de Génesis se lee: “Pero cuando llegue la cosecha, dale una quinta parte al Faraón. Las otras cuatro quintas partes las puedes guardar como semilla para los campos y como alimento para ustedes mismos y sus hogares y sus hijos.” (Gn 47:24).
Esa expresión, “quinta parte”, nos es familiar porque la conquista de Las Indias tuvo como punto de inflexión. El “quinto real” era el 20% que se reservaba para el rey en esa primera etapa extractiva; por ello se hacía reserva de ese porcentaje sobre todos los metales preciosos, tesoros, botines de guerra y esclavos. Ese tributo le correspondía al rey, señor soberano y dueño de todas las tierras recién descubiertas. Ese control fiscal se ejercía con mayor atención en relación a los metales preciosos; se reservaba la cuota del monarca en las Cajas Reales, antes de ser enviado a la Península y se marcaba con el sello las barras de oro y plata.
Hasta este punto, dos preguntas afloran ¿qué derecho moral tiene el Estado de cobrar impuestos? Y la segunda, muy relacionada ¿qué tan grande debe ser el Estado? En tiempos más modernos los impuestos se justificaban como “la cuota” que cada quien debía pagar para la convivencia social, ascensores, amenidades y los gastos comunes. Una especie de condominio habitacional en la que los propietarios deben pagar por la seguridad, mantenimiento de jardines, agua, electricidad de áreas comunes, etc. Tiene sentido en el contexto de una comunidad habitacional (tan en uso hoy día).
Pero los impuestos se han proyectado en muchas otras direcciones. Los gobernantes se han dado cuenta que los impuestos son palancas muy poderosas y pueden servir para otros fines, ya no sólo para financiar al Estado. Se han utilizado, y se usan, para moderar conductas internas, por ejemplo, limitar los bienes suntuosos; de allí los impuestos “al lujo”, o los impuestos sobre la renta en tabla que aumenta conforme los ingresos. O los impuestos a productos extranjeros para proteger la industria interna. O a los hidrocarburos para imponer el etanol. O exenciones a la generación eólica o solar. Etc.
Pero aún hay más, los gobiernos han utilizado los impuestos como una herramienta en el comercio internacional. Se imponen aranceles altos para condicionar a cierto país; se exige cierta reacción bajo amenaza de subir dichos aranceles. Recordemos que los aranceles no son más que impuestos que pagan los consumidores del país que los impone. Por lo mismo es más dinero para el Estado.
Pero hay más, todavía. A la fiscalización de impuestos se han incorporado unos aliados que antes no existían, por un lado, está la tecnología que se ha instalado en todos los sistemas al punto de registrar cualquier movimiento monetario. Ningún pago, transferencia, movimiento, se escapa del rastro digital. Por otro lado están las leyes contra el narcotráfico y lavado de dinero ejercen fuerte control sobre cualquier operación. Bien por esa cruzada en contra de tan deleznable actividad criminal; que persigan a esos desgraciados que socaban a la sociedad. Pero, los radares controlan a todos los contribuyentes, aunque ni por asomo estén en esas actividades. Por lo mismo, todos los ciudadanos estamos siendo monitoreados y los impuestos se deben pagar de manera exacta. Bien por ello, lo malo es que las tablas de impuestos estaban fijadas para las épocas en que no había tanta vigilancia. Ahora es diferente, por lo mismo se deben revisar dichas tablas para que todos, sabiendo que están siendo controlados, los paguen (y con gusto). De lo contrario se va a ralentizar nuestra economía, especialmente en lo referente a inmuebles. (Continuará).