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(Dedicada al dr. Jorge Rodríguez) Cuando le preguntaban a Daniel lo qué deseaba ser cuando fuera grande, no titubeaba en contestar que pilotear un avión, no como como su hermano menor que contestaba que quería ser chino. Pero, Daniel veía muy lejano eso de aprender como si fuer un azacuán. Por eso se conformaba con montarse en los un aviones
de madera que daban vueltas en la plaza del mercado, cuando llegaba la feria del mes de mayo. Pero el futuro siempre es incierto, y ni siquiera los canarios que sacan papelitos en las ferias, puede predecirlo. Pero, el destino juega con la vida de las personas, y en eso de manejar un avión de verdad, nunca pasó por sus cinco sentidos ni se lo imaginó, ni siquiera como un vago presentimiento.

Pero, así es la vida y el sueño de tener la oportunidad de volar aviones se le iba acercando. Una mañana llegó un camión verde con un pelotón de soldados portando tercerolas y con cara de pocos amigos. Los comandaba un teniente que en lugar de casco se cubría la cabeza con una cachucha de militar. Cuando los soldados de dividieron en cinco grupos para peinar todo el contorno del pueblo, cada pelotón se dedicó a capturar a cuanto muchacho caminaba por las calles, pues era la oportunidad apresarlos con facilidad, ya que se había inaugurado la feria de las Noches Buena y todos andaban montándose en las ruedas, jugada argolla, probando suerte en lotería de cartones o dándole a los tragos en
las sucursales de las cantinas de Escuintla. Cuando llenaron el cupo, montaron a los nuevos soldados en un camión que los estaba esperando y agarraron camino para la base militar de Jutiapa.

Como a los seis meses de estar viendo el Suchitán, como Daniel demostraba conocimientos de mecánica, pues había estado de aprendiz en el taller del maestro Cadena, se ordenó su traslado a las instalaciones de la aviación militar en la ciudad capital. Daniel nunca se imaginó lo se estaba iniciando la realización de su sueño, pues al llegar a las instalaciones de La Aurora, conforme el reglamento se lo permitió, se fue a ver los aviones de la Fuerza
Aérea, que en ese tiempo eran unas naves pequeñas que le gente conocía como “mosquitos, que comparados con el tamaño de los de la líneas extranjeras, que traían y llevaban carga y pasajeros, de verdad que parecían zancudos. En esas instalaciones, su tiempo lo dedicó a volverse ducho en aprender mecánica de aviación. El instructor, al ver que demostraba aptitudes para desarmar y volver a armar motores y desempeñarse con mucho aprovechamiento, le vaticinó que llegaría a ser ingeniero de vuelos. Y así sucedió: a los quince años de estar revisando y componiendo mosquitos, pidió que le dieran de baja, pues la empresa privada de un coronel que se había jubilado después de volar durante cuarenta años pilotando las naves de Aviateca, había comprado dos viejos aviones que transportaban xate desde los bosques de Petén y Quiche, para exportar al extranjero. El coronel ya no pilotaba los destartalados aviones, pues después de tantos años sin un
percance, ya no quería surcar los cielos como si fuera alcatraz. Así que Daniel fue contratado como ingeniero de vuelos y cuando no llegaba el piloto o estaba fuera de circulación por un catarro mal cuidado o una goma de las copas del domingo, él ocupaba el
asiento y dirigía la nave con destreza, pues conocía todas las montañas y los cerros que se veían desde los “azules altos montes”.

En un mes de noviembre, cuando los fuertes vientos sacudían toda la existencia, a Daniel le toco pilotar el avión en un recorrido de l capital a Flores y luego a Playa Grande para cargar los fardos de xate y traerlos a la capital. Esa vez llegó a Flores sin novedad, a pesar que el viento de cola estaba muy fuerte; y luego se encumbró rumbo a Playa Grande. Cuando estaba a escasos tres kilómetros de agarrar pista, sobre un bosque denso y enmarañado, el avión entr en un horizonte de nubes negras, con un fuerte aguacero y grandes pepitas de granizo que sonaban en las alas como si fueran un redoblante. Después de esa tormenta ya no se supo nada del vuelo; y a pesar del esfuerzo de los controladores en el radar, no se logró ninguna ubicación del avión perdido. Las autoridades aéreas y el
club de pilotos aficionados surcaron todo el cielo de la región, tratando de encontrar alguna pista del avión o por lo menos ver el aluminio de las alas trabado sobre las copas de las ceibas; pero, nada.

Así que la búsqueda fue abandonada. Últimamente han dado noticias, falsas o verdaderas, de aviones de que desaparecieron en montañas nevadas o en la inmensidad del mar; y al cabo de muchos años, aterrizan con normalidad, trasportando los esqueletos de los
pilotos, la aeromozas y los pasajeros, que en la manos todavía tienen las bolsas de ricitos que le dieron en lugar del almuerzo.

Nunca se dan pistas de donde pudieron estar estos aviones durante su desaparición, porque son enigmas insolubles. Y esa es la esperanza de la nía Tina, la mamá de Daniel, que un día de esto aterrice el destartalado DC-5, cargado de Xate ya con hongos y el esqueleto de Daniel agarrado del timón y con un mapa y un compás en la mano, pues también era ingeniero de vuelos.

René Arturo Villegas Lara

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