En un país donde el sistema judicial debiera ser el bastión de la legalidad, la figura del juez corrupto representa no solo una amenaza puntual, sino una epidemia institucional que socava cada rincón del Estado de Derecho. No hablo de simples “manzanas podridas”, sino de un patrón reiterado y tolerado por quienes deberían garantizar la ética pública y que se han convertido en el “Cártel de la Toga”.
La mordida como política judicial se ha convertido en el pan diario de cada día en los juzgados, han llegado al colmo en decir que por Q5 mil cambian cualquier delito, con el único fin de liberar de culpa a los implicados en hechos delictivos, quienes quedan libres para seguir delinquiendo.
Cuando los operadores de justicia, especialmente jueces, se prestan a favores a cambio de dinero, no se está comprando una decisión; se está comprando el silencio del Estado, por la complicidad con el crimen. La corrupción judicial no es anecdótica: es sistémica. Y como tal, erosiona la capacidad ciudadana de confiar, denunciar o creer en una protección legal efectiva.
Del poder judicial al poder criminal es lo que ha pasado en este país, muchos, no todos los jueces se han convertido en el “Cártel de la Toga” que le hace un daño sin precedentes al país. En Guatemala existen oficinas de abogados que hablan de que ellos son poderosos porque “trabajan” con varios juzgados, donde sin mayor miramiento le resuelven casos a su favor: “llámese corrupción”.
Guatemala carga con ejemplos concretos de jueces que han torcido sus resoluciones para proteger estructuras mafiosas, manipular procesos políticos o blindar redes clientelares. Esta degradación judicial convierte a los juzgadores en salas de teatro y al fallo en una farsa jurídica. Lo que debería ser un espacio de justicia se transforma en el escenario donde se consuma la impunidad.
Un caso que llegó a mis manos es el de un hombre jubilado que trabajó en una empresa hace casi una década, donde le abrieron una cuenta monetaria que tenía varios productos de beneficio financiero. La tarjeta de crédito era del Banco de América Central -BAC- y tenía un seguro de cesantía de Q5 mil, el cual no se podía debitar, sino que tenía que realizar compras en los diferentes comercios que aceptan pagos de esta manera.
Pasaron varios años y el jubilado estaba juntando un dinero para someterse a una operación de ojos, porque con el paso de los años empezó a sufrir de lo que conocemos como catarata. Al llegar a la ventanilla bancaria, el receptor le comunica que no puede hacer la operación porque la cuenta fue embargada y que el caso lo conoce el Juzgado de Paz Penal de El Palmar, Quetzaltenango, ubicado a 152 kilómetros de la ciudad capital.
El hombre se fue de espaldas y preguntó si tenían la razón del embargo judicial y el banco le indicó que no podían dar mayores detalles, porque tenía que presentarse al juzgado contralor. El detalle es que el afectado vive en la capital y le es casi imposible viajar para que le notifiquen la apertura de su caso.
No sé si es un acto de maldad o de corrupción empresarial, pero la realidad es que la oficina de cobranza se llama Personova S.A., ubicada en la zona 9, a un costado de la central del BAC, la que pidió el embargo en un juzgado totalmente fuera de la jurisdicción del afectado, lo cual es totalmente ilegal e inmoral, pero sobre todo un acto que viola la Constitución porque no respetaron el debido proceso y el derecho de defensa porque nunca ha sido notificado.
En Personova S.A fue atendido, pero tampoco tuvo una respuesta de su caso, lo que le dijeron es que “trabajan” con el juez de Paz de El Palmar, Quetzaltenango, Héctor Alejandro Sarmiento Herrera y por eso allí se presentó el juicio sumario. Otros afectados comentaban que estos abogados presentan los expedientes en los juzgados de Paz Penal de Petén, Villa Nueva, El Palmar, Quetzaltenango y Quetzaltenango cabecera y no en los de la capital como corresponde.
El desprestigio no es un accidente, es una consecuencia recurrente. Cada juez que se vende agrega un ladrillo más a la muralla que separa al ciudadano de sus derechos. No se puede hablar de Estado de Derecho si sus guardianes lo prostituyen.
Revertir esta podredumbre exige algo más que reformas superficiales, se debe actuar contra este tipo de personajes que componen el sistema de justicia y depurarlos porque están involucrados en actos ilícitos que contravienen la esencia de un juzgador.
La ciudadanía deja de creer en las instituciones. La denuncia pierde sentido cuando el juez es parte del problema. La justicia deja de ser universal, porque el poder económico decide quién gana, quién pierde y quién ni siquiera es escuchado.
El ejemplo que deberían dar los jueces se convierte en un modelo perverso para la sociedad: “si ellos se venden, ¿por qué no nosotros?”. Una democracia sana requiere que sus poderes funcionen con independencia y credibilidad. Cuando el poder judicial se corrompe.