El otro día intenté hacer una especie de apología de la palabra. Afirmé que privarla es, casi, un hecho moral que desmiente el supuesto amor hacia quienes compartimos sentimientos. Mostraba la incompatibilidad entre querer y suspender la voz. “Es atroz”, subrayé.
Quiero referirme ahora a otro modo, más sutil, en que privamos a los demás de la poesía de nuestros labios: ese hábito –a veces inconsciente– de regatear la expresión, dejando al otro el papel de adivinar, completar la frase o deducir el sentido. Una práctica lúdica que convierte la conversación en acertijo, siempre al borde del precipicio por los problemas de comprensión que conlleva.
Es como si a las dificultades normales de interpretación se les sumara, por pereza, desidia o malicia, la carga de inferir a partir de premisas confusas o equívocas. Un defectuelo extendido en una cultura poco acostumbrada, quizá, a hablar con franqueza.
¿Es miedo congénito a expresarse? ¿Falta de pericia, por fallas en la educación? ¿Malicia o perversidad? Tengo dudas. Cabe atribuirlo, ¿por qué no?, al carácter, al exceso de prudencia, al miedo a equivocarse… o simplemente al deseo de que sea el otro quien yerre. Quién lo sabe.
Habría que imponernos el ejercicio de la palabra directa, clara y sin dobleces. Como cuando Jesús responde a los fariseos que le advierten que Herodes quiere matarlo:
“Vayan y díganle a ese zorro: Yo expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día terminaré mi obra”.
O cuando arremete con firmeza contra las autoridades de su tiempo:
“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas! Son como sepulcros blanqueados: por fuera parecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia. Así también ustedes, por fuera parecen justos ante los hombres, pero por dentro están llenos de hipocresía y maldad”.
Cito esto con la conciencia de que nuestra cultura es prevalentemente cristiana, y que bien haríamos en imitar ese modo que no esconde los sentimientos. Y ojo: no se trata de faltar al amor debido a los demás, sino de practicar la claridad como un gesto profundo de respeto.
Volvamos al inicio. Es bueno, creo, en la medida de lo posible y cuando no se nos ha dañado, evitar quitar la palabra. Tanto como es recomendable –laudable– expresarnos con claridad, casi de forma profusa, para vivir la alegría de la comunión que nace de los buenos sentimientos. Es solo una virtud social que debemos practicar como imperativo moral.