En los días de ayer y tiempos atrás, a la luz de los candiles y quinqués, escuchamos los relatos de los abuelos que nos deleitaban con sus historias en los momentos deliciosos después de la cena y antes de irnos a dormir. Nada más enriquecedor que absorber la experiencia de los viejitos quienes, a su vez, tomaron las crónicas de sus padres y abuelos. Momentos insustituibles en que los escuchamos arrobados, en medio del algún mugido de vacas y de las chicharras de los grillos prestos a su concierto nocturno, y de algún coyote que aullaba en la distancia. En esos relatos nos fijamos en la mente la imagen de los delincuentes. Aquellos desalmados que merodeaban por la campiña; hombres malos, conocidos también como cuatreros, que robaban el ganado que pastaba. Cometían el delito de abigeato (que nada tiene que ver con las señoras de mayor edad). Dicho delito lo recogió nuestro código penal en el artículo 382.

En aquellos días lejanos, que muchos ven como aburridos, monótonos, desconectados del mundo, la gente vivía feliz, a pesar de no tener muchas entretenciones como sobran hoy día. No había televisión, ni computadoras, ni celulares. Muchos se preguntan hoy día ¿cómo podían sobrevivir? No había internet ni teléfonos; cualquier llamada telefónica, fuera del pueblo, era “larga distancia” y debía hacerse en las cabinas de la empresa estatal, si es que la había. El cine se proyectaba únicamente en las ciudades de cierto tamaño. En los pueblitos del interior no había salón de cine. El mundo real se limitaba a lo que podíamos ver y tocar, tal vez por eso apreciamos cada instante.

En ese abanico tan poco extendido y en los pueblos en los que todos se conocían ¿qué hacían los delincuentes? No había alternativas para la ganancia fácil, por eso, las personas inclinadas al mal sólo tenían el citado abigeato como medio de vida. Es claro que los empleos también escaseaban. Pero estas personas no buscaban un puesto y se inclinaban por obtener dinero sin mayor esfuerzo. El menú de las actividades en las que podían meter sus sucias manos era limitado. La economía rural era muy elemental. Sólo la ganadería presentaba un blanco relativamente fácil. ¿Quién cuidaba de tantas vacas en las extensas sabanas?

Había también salteadores de caminos. Facinerosos que asaltaban a los desarmados viajeros. Eran “los malos”, los inadaptados, los que rompían con el orden social. Desde entonces aprendimos a reconocerlos y rechazarlos. Las películas escogían a actores mal encarados, desagradables, feos, para encarnar a esos malos. A veces los retrataban con antifaz. En todo caso, vivían al margen.

Los tiempos han cambiado. Los delincuentes ya no son aquellos zarrapastrosos, desaliñados, mal encarados. Hoy día los delincuentes se visten con trajes finos, lucen relojes de marca y se bañan con lociones francesas. Sonríen a las cámaras con gesto burlesco y tratan de incorporarse a los clubs y gremios en los cuales pueden presumir sus ganancias mal habidas. Muchos incursionan en la política donde amplían sus actividades marginales. Carros de lujo. Cirugía plástica. Guardaespaldas. Algunos lucen collares y pulseras de oro. Anillos con diamantes.

Antes, la gente los rechazaba. Los malos tenían que vivir en la sombra. Hoy día, es lo contrario. Presumen de sus riquezas mal habidas. Mucha gente los admira. Los felicita. ¡Qué mal camino llevamos!

Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

post author
Artículo anteriorJoviel el antilíder
Artículo siguienteDJ italiano muere en Ibiza y su familia acusa a la Guardia Civil de homicidio: «Lo masacraron»