El bullying laboral en las instituciones estatales es mucho más frecuente de lo uno puede imaginar. Es un problema complejo con raíces estructurales, culturales y sociales. Para comprender sus causas, es necesario analizar el contexto institucional y el comportamiento de quienes ocupan cargos de mando, especialmente los “politiqueros”, cuya influencia puede aumentar la problemática.
Las instituciones estatales suelen operar bajo estructuras jerárquicas rígidas, donde los cargos de mando son por facturas políticas y no bajo el precepto de la Ley de Servicio Civil. Los “politiqueros” o funcionarios en la mayoría de casos son designados por influencias políticas más que por mérito, pueden abusar de su poder para consolidar su cargo.
Este comportamiento se manifiesta en conductas de bullying, como humillaciones o intimidación, para mantener el control sobre subordinados. La falta de controles institucionales fomenta esta dinámica, ya que no hay mecanismos efectivos para sancionar abusos. Promover una gestión basada en la meritocracia y la rendición de cuentas podría mitigar este problema, pero como los partidos políticos son entes desfasados no analiza a quién se nombra en los cargos.
La cultura organizacional en el sector público a menudo normaliza actitudes autoritarias, donde el liderazgo se asocia con imponer respeto mediante el miedo y la generación del temor. Los “politiqueros” en cargos de mando, motivados por grandezas de poder, pueden ver el bullying como una herramienta para reforzar su imagen de «poderosos» e intocables.
Esta percepción distorsionada los lleva a desvalorizar a sus subordinados, generando ambientes laborales hostiles. Cambiar esta mentalidad requiere programas de sensibilización que promuevan liderazgos empáticos. Fomentar una cultura de respeto mutuo podría desincentivar el acoso como muestra de poder y dejar de ser un abuso constante.
El afán de ser «poderoso» puede estar ligado a inseguridades personales de los políticos en cargos de mando. Para compensar estas inseguridades, algunos recurren al bullying como una forma de afirmar su autoridad y ocultar sus limitaciones profesionales y laborales. Este comportamiento no solo afecta a las víctimas, sino que deteriora la confianza en la institución y fomenta entornos laborales tóxicos.
La ausencia de políticas claras contra el bullying laboral permite que los comportamientos abusivos de los políticos en el poder queden impunes. Sin protocolos definidos, las víctimas no denuncian por miedo a represalias y ser despedidas lo cual perpetúa el acoso. Esta impunidad refuerza la percepción de los agresores como intocables, alimentando su sentido de grandeza.
Para combatir este flagelo, se debería profesionalizar la gestión pública, capacitar a líderes en ética y empatía, e implementar mecanismos de denuncia robustos. Estas acciones no solo reducirán el acoso, sino que fortalecerán la salud mental y la productividad de los trabajadores. Guatemala puede avanzar hacia instituciones más justas con un compromiso colectivo por el cambio.
El Estado debe establecer leyes específicas que tipifiquen el bullying laboral como una falta grave en el sector público, con sanciones claras para los políticos que resulten responsables de este anómalo proceder. Estas normativas deben incluir destituciones, multas y prohibiciones de ocupar cargos públicos para los agresores.
Se debería crear una unidad especializada dentro del Ministerio Público para investigar casos de acoso laboral de una manera imparcial y efectiva. Estas medidas disuadirían a los “politiqueros” que abusan de su poder por grandezas personales. La transparencia en los procesos sancionatorios reforzará la confianza de los trabajadores y hará un Estado más sólido y efectivo.
En los últimos días, se han conocido varios casos de acoso laboral, un tema que está latente, pero en silencio. Los afectados, no solo son mujeres, también hay hombres que son acosados por sus jefes, quienes creen que son dueños de las instituciones del Estado y no se ponen a pensar que son aves de paso.