Eduardo Blandón

Como vivimos en el reino del caos y el universo de la impunidad, una de las tareas a la que se enfrenta el Estado en Guatemala es la de deshacer los innumerables actos de corrupción heredados por políticos irresponsables en el ejercicio de gobierno.  De ese modo, buena parte de los primeros meses de gestión pública, consiste en destapar escándalos y buscar el castigo o la redención de penas a través de pactos diabólicos entre ellos mismos.

Vea, por ejemplo, el pacto colectivo entre el sindicato de trabajadores del Congreso de la República y los políticos que lo permitieron.  Revise los contratos amarrados en las municipalidades y las prebendas dejadas a los empleados públicos (familiares de los políticos), para apropiarse de los recursos y conseguir la estabilidad laboral de los cercanos.

En todo ello, hay signos de desorden público.  Una cierta conciencia de que “el pecado no será descubierto” y que si lo fuera, en el peor de los casos, existe mucha probabilidad de salir sin condena.  Un supuesto válido, dada debilidad del Estado, producto de un sistema hecho a la medida de los corruptos.

Esa es la razón por la que florecen escándalos a granel y nos hace entender la vida primitiva en nuestro país de primavera.  Los delincuentes andan sueltos y no hay quien escape de sus manos.  No se sienta contento al llegar completo a casa, esté seguro que, en los bancos, por ejemplo, quienes administran préstamos y ofrecen tarjetas de créditos, urden estafas (por supuesto, muy honorablemente y de manera indolora) para quedarse con sus bienes.

El diminuto cosmos guatemalteco es cruel.  Lo es, en virtud de la legión de políticos hampones vinculados con el gran capital privado que nunca se sacia del expolio.  Es posible gracias a nuestra desidia, por egoístas, complacientes, cómodos y temerosos.  Todavía no nos hemos enterado de nuestra capacidad para generar el cambio.  Pero ya vamos.  De eso no hay duda.

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