Si Ulises hubiera vivido hoy, no estoy seguro de que habría llegado a Ítaca. Más aún, probablemente no habría sido un personaje literario. Carecería de sentido narrar la historia de un sujeto distraído, voluble, propenso a la dispersión… a menos que, claro, el fondo de la novela fuera la exposición de un fracaso.

Sin embargo, habría sido interesante aproximarnos a lo que parece esencial en la experiencia humana: el “papaloteo”, el ir de flor en flor, desprovistos del poder de la concentración. Porque hay que reconocer que eso que llaman focalización es producto de una gestión rigurosa, no de una generación espontánea.

La constancia, el foco, se logran con esfuerzo. Nacemos, más bien, con una energía excesiva que nos estimula a la observación corta, fragmentaria y bastante descuidada. Casi enfermos, padeciendo un “déficit de atención” que, aunque algunos lo explican –quizá para disculparlo– como una forma primitiva de sobrevivencia frente a las amenazas del medio, sigue siendo un obstáculo para la vida profunda.

Una de las tareas fundamentales de la educación es entrenarnos en el arte de la reflexión: aprender a detenerse, analizar, desmenuzar y encontrar las partes. Enseñarnos a mirar, a escuchar, a atender. A insistir en que las prisas son para los ladrones, no para los seres humanos, dotados de pedigrí para lo grande.

Pero no es fácil. Lo natural es ir en automático, descuidando lo bello del mundo, de las personas y de nosotros mismos. Suponemos que habrá tiempo para reparar lo roto, creyéndonos eternos, demiurgos o magos. Por eso arrastramos a quienes queremos hacia nuestros microdesastres, sin percatarnos de la gravedad de nuestra praxis congénita.

Esmerarse por los demás expresa la consistencia humana: el valor de ir más allá de lo biológico. También revela una comprensión elevada que se manifiesta en el trato amable, en un amor cultivado con fineza, más allá de la forma vulgar que suele derivar en emociones pasajeras.

Quizá debamos atribuir a las distracciones contemporáneas nuestra falta de hondura, los compromisos aplazados, las deslealtades y nuestras frecuentes faltas contra los demás –e incluso contra nosotros mismos. El hecho de que no sepamos ser empáticos y, peor aún, nuestra precariedad en la forma de dar y recibir afecto, es una consecuencia de la levedad esencial que nos constituye.

Vivir fuera de sí, volcado hacia el exterior, alienado por los múltiples cantos de sirena, habría hecho de Ulises un personaje de pacotilla. Ese protagonista volátil que muchas veces somos nosotros, arrebatados por los juegos de azar y las redes sociales. Ya no protagonistas, sino actores secundarios de una telenovela ligera, sin trascendencia y hecha para el olvido.

Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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