En la filosofía continental, Platón fue el primero en referirse a nuestra condición de prisioneros: ese estado de vida en la caverna donde lo natural son los grilletes, la inmovilidad y la desesperanza. Quizá sea esta la primera y mejor metáfora que describa el drama de nuestra existencia.
La imagen da para mucho. Surge, por ejemplo, la idea de los verdugos que no necesariamente son quienes nos esclavizan desde fuera; también los hay en nuestro interior. Esos fantasmas que nos mantienen en la sumisión, incapaces de ejercer el libre albedrío, vencidos por cadenas invisibles que nos hacen creer que todo está perdido.
Ese régimen es el del miedo, el de la mutilación simbólica que nos impide imaginarnos de otro modo. Su resultado es la postración: la idea de un destino que nos ha elegido para aplastarnos y hacernos polvo. Por ello, aceptamos indolentemente, a veces aferrados a filosofías adquiridas en el mercado, que lo que nos toca es aguantar nuestra suerte.
El tirano no está fuera de nosotros; sus dictados son internos, imperativos que se repiten y que hemos asumido como ley. Así experimentamos la condición de siervos que obedecen resignados. Incluso llegamos a creer que la aceptación es sabiduría, virtud y una forma de afirmar a Dios. Construimos una filosofía o una religión que justifica nuestra miseria.
Y claro, se instala en la mente la reiteración. Porque la prisión construida es sofisticada: hay cantos, sentencias, pruebas, teorías que se encargan de confirmar que no hay escapatoria. Sus voces anidan y se instalan, moldeando el carácter. De ahí que predomine la cautela, el miedo, la sospecha o el estado generalizado de ansiedad que hace que la felicidad solo esté en los libros.
Quizá esa sea la razón por la que abrazamos discursos o nos afanamos en estilos de vida monotemáticos. Unas veces es el deseo de dinero, otras la religión; en ocasiones es la egolatría o el sentimiento de narcisismo. La forma de rescatarnos no pierde de vista su imposibilidad. Los esfuerzos son más bien periféricos, curativos de corto plazo para generarnos mini satisfacciones.
El ecosistema es miserable porque no cabe nada positivo. La misma experiencia de amor es transitada con el sentimiento de su finitud. Casi todo es apocalíptico. Lo único permanente es sentirnos atrapados en ese estado de castigo que no podemos explicar. Por ello, no hay plenitud; todo está cargado de provisionalidad: sonrisas, afectos y dichas en general.
Hay formas de escape que ocurren como milagro. En primer lugar, la apercepción: la intuición de que estamos autosecuestrados. Luego, permitirse formas alternas de vida buscando ayuda. A menudo, necesitamos que nos ayuden a ser libres. Finalmente, cultivando la rebeldía: oponerse a la infelicidad desde formas que apuntalen esa dicha que, contrariamente a lo imaginado, Dios quiere para nosotros.