En Guatemala, como en muchos países de América Latina, abundan las empresas que nacen con entusiasmo, pero que al poco tiempo se estancan o desaparecen. Las razones pueden ser muchas: falta de financiamiento, exceso de burocracia, mercados inestables. Pero hay una causa silenciosa, común y profundamente estructural: la ausencia de una visión de futuro.
La visión no es un eslogan motivacional ni una frase bonita en un manual corporativo. Es una declaración seria, profunda y operativa sobre quiénes queremos ser como organización, a dónde queremos llegar y cómo deseamos transformar nuestra realidad y la de quiénes nos rodean.
Una empresa sin visión navega a la deriva, como un barco sin coordenadas. Puede flotar durante algún tiempo, pero tarde o temprano encallará. Por el contrario, las organizaciones que han perdurado y crecido —en cualquier sector— han sido aquellas que dedicaron tiempo y talento a proyectarse con inteligencia hacia el futuro, entendiendo que el éxito sostenido requiere dirección y propósito.
No se trata de adivinar lo que vendrá, sino de construir —desde la reflexión, la experiencia y la imaginación estratégica— una hoja de ruta que inspire, movilice y guíe el accionar colectivo. Y esa hoja de ruta debe construirse con los pies en la tierra, a partir de los recursos disponibles y del contexto real, evitando los modelos fantasiosos que solo conducen a la frustración.
Hoy, más que nunca, necesitamos líderes empresariales, sociales y académicos que no trabajen solo para resolver el presente, sino que se atrevan a imaginar, diseñar y trabajar activamente por un futuro distinto y mejor. El país necesita empresas con visión, no solo con productos. Instituciones con propósito, no solo con balances.
Porque cuando una visión de futuro está bien construida, no solo transforma a una empresa: transforma a las personas, a las comunidades y al país entero.