Hay personas a las que les incomoda cumplir años. No las culpo. Quizá no haya mucho que cumplir, o las razones para celebrarlo exceden los motivos reales. Porque una cosa es lo cronológico (el hecho de alcanzar un período de tiempo), y otra es la realización de una vida plena. Es lo mismo que ocurre cuando se distingue entre crecimiento y desarrollo. Son hechos, sin duda, distintos.

Cumplir años es como crecer: una adición de días gastados en un porvenir finito. Se trata, como en el capitalismo, de una acumulación de bienes, aquellos cuya cualidad les asignamos de forma arbitraria, por espejismo o arrebato, esperando réditos que pocas veces llegan. Desde esta perspectiva, el cumpleaños es contabilidad del tiempo esfumado de nuestras manos.

Los aniversarios son, con salvedades, lo opuesto al desarrollo. No equivalen necesariamente a la madurez de los días. Es, a menudo, a la inversa: el tiempo puede embrutecernos y envilecernos. De aquí que muchos jóvenes virtuosos transiten moralmente hacia un estado de vicios no previstos. Hablamos, con propiedad, de la involución de rostros desfigurados.

La meta debería ser el arreglo entre ambas variables: la sincronía perfecta entre el contenido y la forma. El primero –el contenido– está sujeto al dictado de la naturaleza, a la violencia del cronos, que arrastra inexorable con su vocación de muerte. La segunda –la forma– permite configurar la vida, asignándole matices y colores desde la creatividad propia: la voluntad generadora que resiste a lo dado desde la potencia de la imaginación y las ideas.

Solo en ese contexto excepcional vale, con propiedad, cumplir años. Porque el rostro, lejos de las grietas de la insensatez moral, aparece configurado (no desfigurado). Su resultado es la confluencia feliz de la resistencia, la militancia y el milagro. Esto último es una especie de providencialismo de los premiados por el destino.

Con todo, entiendo también la dicha de quienes festejan. Su felicidad se basa en la oportunidad de respirar y vivir. Si la vida es valle de lágrimas, regresar a Ítaca siendo reconocidos por los que amamos no puede ser sino un regalo para celebrar. En esa situación, ser una piltrafa no justifica la tristeza frente a la fortuna de vivir. Y si, aún más, hay quienes nos curen las heridas, mejor todavía.

Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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