La vida transcurre en un constante orbitar dentro del ecosistema de los sentimientos. Somos, como afirmó Xavier Zubiri, animales sentientes. Nuestra percepción de los hechos pasa por la piel, ese receptáculo que media y, a veces, traduce de manera imprecisa los datos que recibimos del exterior. Por ello, la objetividad que reclama la ciencia se convierte en un ideal que contraviene la evidencia impuesta por nuestra naturaleza emocional.

El periodo de formación de nuestras emociones es fundamental. Me refiero a la experiencia primera: la familia, los amigos, la escuela y la iglesia. Ese ambiente, dependiendo del trato recibido, desarrolla nuestras capacidades para superar las contrariedades de la vida. No es un dictum determinante, pero sí un estado que nos conforma y condiciona para el futuro.

Esto nos recuerda el valor de los adultos en el hogar. Padres y madres, mediante su acción u omisión, configuran las posibilidades de los individuos llamados a la realización personal y la felicidad. Ellos son los encargados, muchas veces sin saberlo, de cultivar una piel que soporte el frío y el calor en un mundo frecuentemente violento contra el que debemos luchar.

Agradecer ese esmero en el cuidado, especialmente en días como el del padre o la madre, es reconocer esa función delicada. La madre, en particular, tiene una mención especial derivada de nuestra cultura. Su afecto influye, habilitándonos para relaciones significativas. La falta de cumplimiento en su tarea impide la alegría de la donación y obstaculiza la experiencia de la empatía y la ternura.

Sin esa caricia temprana, las palabras amorosas y los abrazos, la piel envejece prematuramente, quedando abandonada y yerma. Recuperarnos requerirá de una mano que nos recoja cuando naufragamos en el río donde fuimos abandonados.

Si no tenemos suerte, esa condición nos acompañará el resto de nuestros días. Nuestra vida será una búsqueda constante de experiencias que nos sostengan y hagan germinar la tierra agostada. Los milagros del amor, en personas habilitadas para los sentimientos, surgirán, pero su permanencia dependerá de una arquitectura con base sólida.

Celebrar a las madres es un acto de reconocimiento. Agradecer su sacrificio en una tarea desconocida. Su prueba y error fue superada por la mirada amorosa y la voluntad de hacernos mejores. Esa determinación las ayudó a superar muros, que al mirarnos se volvían pequeños al considerar el tesoro que sostenían entre sus manos. Sin ellas, mucho de lo que disfrutamos sería vacío o estaría ausente.

Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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