¡El Papa ha muerto! Con este anuncio renace toda una serie de calificativos sobre su vida y obra: lo que hizo, omitió y su manera de actuar.
El calificar (juzgar) es un hábito humano: pedófilo, sabio, imbécil, corrupto, incapaz, etc. Pero pocas personas acumulan juicios tan abundantes y contradictorios como el Papa Francisco, por una sencilla razón: fue el jerarca en dos reinos antagónicos: el espiritual y el terrenal. Compatibilizar ambos mundos resulta tarea quimérica, advertido ya por su maestro Jesús. Así que Francisco nunca quedó bien ni con unos ni con otros en cuestiones de esos mundos, suscitando calificativos buenos o malos según perspectiva y del interés en cielo y tierra del calificador. No hay líder mundial como el Papa, que tenga que lidiar con un poder y decisiones espirituales y terrenas que trasciende fronteras y esferas de influencia.
Comprender esa dualidad es complejo. Los juicios que emitimos sobre los demás, los construimos usualmente en base a ideas fragmentarias que tenemos sobre interpretaciones parciales de realidad y ellas en un momento, caen sobre preconceptos que filtran lo que elegimos ver. Un líder como Francisco, cargado de responsabilidades tan diversas y de dimensiones que se entrecruzan, se convierte en un sujeto de nuestras propias limitaciones, a tal punto que, cada calificativo, revela un poco tanto de quien lo emite (sus valores, cultura y bagaje) como del hacer del y decir del pontífice. Un teólogo, un político o un ciudadano común, juzgarán desde criterios y algoritmos distintos, con distinta autoridad e intención, cayéndose en una mezcla final de calificativos buenos y malos sobre Francisco.
Insisto: lo que hizo Francisco antes y durante el Papado, admite lecturas múltiples y desde perspectivas diversas: políticas, teológicas, filosóficas y cada una de esas interpretaciones puede nutrirse de lenguajes dispares (ciencia, mito, tradición,) cargados de material emocional, que a menudo distorsiona el análisis producto de una reflexión cargada de articulación de experiencia propia. Como él mismo solía decir: «La realidad es superior a las ideas«, aunque reconocía el poder transformador de estas últimas. Las ideas, después de todo, han moldeado civilizaciones y definido el progreso humano.
Ahora bien y aclaremos: todo calificativo funciona como espejo: revela tanto sobre quien lo emite como sobre quien lo recibe. Refleja el sistema de creencias, valores y conocimientos del evaluador. No posee el mismo peso —ni las mismas implicaciones— que un líder llame «imbécil» a otro, a que lo haga un teólogo o un ciudadano común. La diferencia radica en el porqué, el para qué y la autoridad moral detrás de cada juicio.
¡El Papa ha muerto! Comienza ahora un proceso de reevaluación histórica de su persona y su obra. Como solía recordarnos Francisco, «el tiempo es superior al espacio«: es en el decurso temporal donde la vida se valora en su plenitud. Los años venideros develarán nuevas facetas de su legado, tal como ocurre con nuestros seres queridos al partir: los juicios se matizan, lo oculto emerge. La historia —individual y colectiva— es dinámica y en ello reside su capacidad de enseñarnos. Lo oculto se devela favoreciendo o no.